A la vuelta de mi departamento, entre las calles 39 y 40 sobre la primera (porque allá en Las Toninas las calles están enumeradas), un paisano canta todas las noches chacareras, gatos y zambas. Se hace llamar el Chango Sanjuanino, dice tener mail y Facebook; bastante moderno el gaucho. Va con su guitarra, sus botas, su bombacha, su chaleco, su sombrero y su botella de agua (sólo toma vino tinto en los asados, afirma). Rondará por los cincuenta años, canta como los cantantes de folklore, los de verdad, no como un Nochero o un Luciano Pereyra; cuenta chistes, anécdotas y aros. Cuando pasan un recital de Cosquín por el siete no lo veo porque se me hace insoportable, pero cuando escucho a alguien cantar en vivo me quedo porque me gusta esa conexión más reducida que multitudinaria.
La noche del 23 de enero de 2011 (era su primera temporada en Las Toninas, empezaba a tocar a las 22.00 y terminaba a las 00.30), se armó un lindo baile el cual encabezaba una chica (que parecía saber del tema) y el que supuse era su novio y una señora con su hijo. Se fueron sumando parejas, yo inclusive bailé tres chacareras con una señora y una con una nena, pero la que me llamó la atención era la chica del principio. Soy malo para adivinar la edad pero me atrevo a decir que tenía entre dieciséis y dieciocho años, piel morena de varios días al sol, menudita pero con carnes, nada de escuálida, pelo recogido, remera rosa tirando a fucsia, shortsito blanco con pliegues de pollera (parecía que tenía una pollera blanca sobre el short) y ojotas. La vi desde el principio y me quedé fascinado, habrá bailado más de veinte canciones entre chacareras simples, dobles, gatos y zambas con pañuelo y todo, con su “novio” y tres chicos más (entre los cuales uno se notaba que había aprendido a bailar pero lo hacía de una manera muy exagerada para mi gusto).
La muchacha ya de por sí (permítanme decirlo) era bonita; morocha, petisita, de ojos chicos y sonrisa tierna, pero lo que me cautivó fue su forma de bailar. En cuanto empezó la primera canción se sacó las ojotas, el “pico de loro” como yo le digo a esas pinzas para el pelo y se puso a bailar con una gracias y una delicadeza que parecía una china de pies a cabeza. El viento típico de las noches en la costa le mecía el pelo y los pliegues de la pollerita dibujando los movimientos que hace la paisana al girar en círculos; las piernas y los brazos los movía invitando a su compañero al baile y nunca bajaba la mirada ni borraba la sonrisita de la cara. La pasión y el gusto con el que bailó no tiene nombre, es la simple expresión que tiene el artista de demostrarle a los demás de qué está hecho, que para eso es bueno y que lo lleva en la sangre.
Al terminar la noche, el Chango felicitó a la juventud que todavía (al menos algunos) saben cuáles son sus raíces y no se avergüenzan de demostrarlo. Quedé realmente satisfecho, primero por haber encontrado una china para bailar, y segundo por haber presenciado a esa chica hacer lo que de verdad sabe hacer y, aún más importante, le gusta de alma.
Dos cosas quiero rescatar de esta noche. Una vez mi profesor de teatro me dijo que no hay que limitarse a saber hacer algo, hay que saber, al menos, un poco de cada cosa (se refería en tema de danza y música). Pues bien, agrego algo más a esa afirmación: hay que saber un poco de cada cosa, en todos los rubros y sobre toda temática, estar abierto a nuevas experiencias y formas de pensar, pero, por sobre todas las cosas, saber algo, lo mínimo e indispensable, de nuestra cultura y nuestras tradiciones. Los argentinos, con la suerte de haber nacido como una nación en una región latinoamericana, somos ricos andanzas, música, instrumentos, leyendas e historia. Sin ir más lejos el folklore y el tango. Recuerdo que en séptimo grado la profesora de música nos hizo un examen sorpresa para ver cuánto sabíamos de nuestra cultura; el resultado fue desastroso, nadie sabía el nombre de un tango. Desde entonces crecí mucho en materia cultural, no paro de cantar tangos famosos y me he acercado al folklore de la Sole, entre otros. Mi primera objeción es que conocemos mucho al extranjero, nos confundimos con él, pero nos olvidamos de nuestras raíces, los jóvenes más que nadie, y eso es algo imperdonable, triste y trágico, algo que no se debería permitir.
Mi segunda conclusión: cuando estoy en pleno proceso de preparación para una obra, a veces me da fiaca tener que estudiarme el texto, ensayar, hacer la escenografía, hasta le tomo bronca; pero todo eso cambia cuando me subo al escenario y muestro al público mi trabajo y mi esfuerzo, mi pasión, la mía y la de mis compañeros. Después de varias funciones empiezo a aburrirme, se torna repetitivo y me pongo ansioso por empezar una obra nueva. Al pasar los años miro hacia atrás las funciones que realicé y los recuerdos que con ellas llegan a mi memoria, el placer con el que las hice y me emociono por repetirlas algún día y mejorar mi papel. Ese placer, esa satisfacción por el buen trabajo realizado y el esfuerzo propio es el que vi en esa chica esa noche que bailó y el que veo en el Chango todas las noches cuando canta. Esa es la alegría del artista, no que lo aplaudan un millón de personas o llenar un Monumental; mientras haya una persona que valore su esfuerzo y haga lo que le apasione, el artista siempre se sentirá complacido.