viernes, 28 de enero de 2011

Reflexiones marítimas.

Desde el balcón de mi casa puedo apreciar el mar, ver cómo la tierra se fusiona con el cielo en un horizonte infinito de color grisáceo. La dulce lluvia resbala veloz y equilibrada, recta, como proyectiles celestiales; el salado mar dibuja y desdibuja llamas que enfrían el cuerpo y rompen corazones. Tan opuestos se atraen el uno al otro, ascienden y descienden, se intercambian, se confunden en un ciclo infinito. Paisaje hermoso y monótono el de las costas; ondulaciones lisas, playas de arenas y médanos, brisas y vientos; el antagonismo convive constantemente en el orden caótico. El hipnotizante rugir del mar me lleva a la calma y a la reflexión, a la paz y la intranquilidad, generan en mi alma el estado natural el contexto que me envuelve y me invita a su salvaje existencia.

Desde el balcón de mi casa puedo apreciar el mar, ver cómo las olas se estrellan contra la costa en una carrera desesperada por morir. Cómo me hacen recordar a las personas que a veces se preocupan más por llegar al final que por el trayecto. Tan semejantes, tan parecidas, luchan unas con otras, se baten en arremolinadas y húmedas contiendas con un mismo fin, el olvido. Suicidas, kamikazes. Fuertes en su nacimiento, débiles en su lecho de muerte, abren paso a los que vendrán y dejan su huella en la arena. Qué tan parecidas son las olas a las personas. Entre ellas se menosprecian, entre ellas se hieren; disfrutan sufriendo sus efímeras existencias. Se mecen las aguas de forma amenazadora, desafiantes quizás, invitándome a enfrentarme con ellas en un combate del cual ya formo parte con los de mi propia raza.

Desde el balcón de mi casa puedo apreciar el mar, la única tarea que me mantiene ocupado este día. Su imagen me aleja más y más de mi hogar, de mi vida, la cotidianeidad de la rutina. Me aleja del hombre que fui, que soy. De lo bueno y de lo malo que me espera al regresar. Aquí le pongo una pausa a mi vida, hago un balance, un recuento del año. Mi naturaleza me obliga a poner más peso en las cosas buenas, no por eso niego o ignoro los malos momentos que ocasioné y me ocasionaron. Ver el trayecto recorrido es un ejercicio que los hombres deberían realizar más a menudo. Ayuda a valorar el propio esfuerzo, a ser más objetivo y menos egoísta en los hechos, a la autocrítica, a querer ser mejor persona, a no querer cometer los mismos errores, a agradecer a quienes lo ayudaron y acompañaron. Los aprendizajes de todo un año, los conocimientos adquiridos, las vivencias experimentadas, las personas encontradas y perdidas son las que diferencian al hombre que soy del que fui, y los que lo diferenciarán del que seré. Un ejercicio que no lleva más de lo que se tarda en leer esto requiere de un simple compromiso y concentración; lo que ganamos y lo que perdimos se resumen en un estado de satisfacción y visión crítica de lo que nos sucede como individuos para con nosotros mismos. Mi lugar de reflexión es el mar, me recuerda a mí, me reconoce, me refleja; me permite llegar a lo más profundo de mi ser, un ser tan profundo.

El mar se tiñó de un gris profundo, el cielo de un gris suave divisando un nuevo horizonte y la calma de la tormenta.