Cuando uno
viaja, asiste momentáneamente a un simulacro más o menos verdadero de su
muerte: la gente que a uno lo valora se despide afectivamente, el viajero busca
dejar todo en regla antes de emprender la huida y su nombre estará en boca de
todos por más o menos tiempo. Todo esto, por supuesto, obviando el tono
elegíaco de la partida, ya que se espera que el viajero retorne tarde o
temprano al cobijo del hogar y la rutina (aunque no siempre ocurre).
En fin, una vez
tomado el auto, micro, tren, barco o avión que lo llevará a su destino, el
viajero entra en un limbo personal dentro del cual podrá percibir su vida desde
la perspectiva del fantasma o la proyección astral. El mundo que abandonó
seguirá su curso natural, pero ya sin él, que posee poca o nula capacidad de
intervención (aún con las nuevas tecnologías de comunicación a su disposición).
Esto, que puede resultar al comienzo motivo de angustia y ansiedad, es uno de
los primeros retos y descubrimientos con los cuales se topa el viajero: él es
solo un elemento más dentro del complejo entramado social que lo rodea, único e
irrepetible pero no imprescindible.
Alejado de la
seguridad de lo conocido y familiar (llamémoslo heimlich o zona de confort) lo único a lo que puede aferrarse es a
su yo, esa prenda temblorosa y endeble de la cual siempre cuesta desprenderse.
Pero aquellos sujetos, el viajero y su yo, frente a la inminente intemperie de
lo desconocido, sufrirán múltiples transformaciones que los llevarán a ampliar
su percepción de sí mismos y del mundo que los rodea, más grande de lo que
creían antes de emprender la ruta.
Frente a lo
nuevo, lo adverso, la expectativa y el azar, el viajero esgrime sus propias
habilidades y halla otras tantas que consideraba inexistentes o poco
desarrolladas. Así se descubre como único responsable y artífice de sus actos,
pensamientos, decisiones y devenires. Alejado casi por completo del yugo de la
cotidianeidad, salvo por dos o tres pequeños hábitos tranquilizadores, el
viajero recupera lo que pierde en su hábitat natural: la sintonía con su ser.
Esto no significa control absoluto sobre sí mismo, sino un diálogo y acuerdo
constantes consigo. Ahí se produce el segundo descubrimiento.
Cuando el viajero
deja de focalizarse en lo que ha dejado atrás es que logra apreciar el
asombroso presente del cual él forma parte constitutiva y constructiva. No el
presente de la comunidad en la que vive, la empresa en la que trabaja o los
grupos que frecuenta; sino su presente, el individual, alejado de lo colectivo
y la mirada de los otros. Aquí el único que mira (y se mira) es él. Esa mirada
es más valiosa que la de cualquier otro ser humano, porque es la que lo
acompañará desde su nacimiento hasta los últimos instantes de su vida terrenal.
Por supuesto que no está exenta de prejuicios y comentarios ajenos, pero en la
soledad del trayecto el viajero puede poner ciertas premisas en tela de juicio
y purgarlas lo más posible de agentes extraños.
Es así como, a
su retorno, las cosas volverán lentamente a su cauce normal. Pero oficiará
sobre el viajero un cambio sustancial más o menos duradero, aunque
profundamente significativo. Es ese impulso o envión el cual el viajero debe
aprovechar para modificar su entorno, aquel sobre el cual antes del viaje no
tenía poder ni demasiada influencia, por haber cedido voluntariamente su yo al status quo.
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