En cuatro días
me enamoré de una mujer. Su nombre es París, la Ciudad de las Luces. Muchas
adolescentes se han ganado mi afecto, pero esta fue la primera vez que me dejé
atrapar por los encantos de la madurez. Lejos del carácter adusto que muchos le
atribuyen, París es amable con aquellos que saben tratarla.
París, la que
peca de belleza simétrica, la que despilfarra glamour, la que oculta sus
cicatrices bajo enormes monumentos, la que susurra una historia a la vuelta de
cada esquina. No me enamoré de una París, sino de todas: la amanecida y la
nocturna; la bohemia y la burguesa; la artística y la intelectual; la pagana y
la católica; la monárquica y la republicana; la histórica y la actual.
París es una
mujer caprichosa, de gustos lujosos y refinados. Es cortesana, pero también muy
puta: es de todos y no es de nadie. Ella bien vale una misa y el tiempo siempre
le hace justicia. París se vive, no se aprende; se conoce, no se recorre. Cada
nombre es un ladrillo que eleva por los aires su estructura: Montmartre,
Versalles, Bastilla, Quartier Latin, Concorde, Trocadero y Champs deMars son
los lunares sobre los que se han posado mis ojos. ¡Dejame, hermosa musa, volver
a ser tu flâneur otra vez!
Resumir París
es pecar de simplista. Solo puedo afirmar que ella ha conseguido diluir mi
tristeza en sus faroles, pintar mi nostalgia con sus acuarelas, borrar mi
hastío con su canto. Ayer me dolía una desilusión en todo el cuerpo; hoy me
palpita una ciudad.
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