miércoles, 12 de agosto de 2015

Los Hombres de la Bolsa.

¿Es posible escribir un relato sobre la nada? No, mejor reformulo mi pregunta: ¿es posible escribir un relato sobre el vacío? Sí, mucho mejor. Quiero decir, un relato sobre la nada sería absurdo, porque la nada es un concepto definible pero irrepresentable; es decir, cualquier intento de representar la nada iría en contra del concepto de nada. Incluso la página en blanco es “algo”: es silencio o acumulación infinita de ruidos o sentidos o como quieran llamarlo. No, representar la nada es imposible, o sea, es irrepresentable. A la nada me refiero.
En cambio el vacío, ¡oh, divino vacío! Cuántas facilidades y beneficios traen tu representación. ¿Y por qué digo esto? Porque el vacío siempre (¡SIEMPRE!) hace referencia al contenido y nunca a la forma. Esto es muy sencillo de demostrar, y más aún de explicar, y sería todavía muchísimo más fácil de graficar, pero no me tomaré esa última molestia porque soy pésimo dibujante. Por el contrario, soy muy bueno explicando. Explicar es una de mis pasiones, incluso explicar cosas sobres las cuales no tengo ni la más remota idea. Por ejemplo, cómo funcionan los caloventores o por qué los relojes de los celulares siguen funcionando a pesar de no disponer de una gota de energía en sus baterías. Pero nos estamos yendo por la tangente, volvamos a lo que nos compete.
Una forma jamás (ja-más) puede ser vacía; sí, paradójicamente, puede estar vacía, lo cual no es lo mismo -no es soplar y hacer botella- salvo en el Inglés y en otras lenguas como el Francés donde “ser” y “estar”, a mi entender, comparten el mismo verbo: “to be” (esto en el caso del Inglés, por supuesto). Pero pocos se han encargado de profundizar en el asunto y muchos menos se han detenido a problematizarlo. Tomemos por caso la famosa frase de Shakespeare en Hamlet que es repetida hasta el hartazgo: “To be, or not to be, I there's the point” o “To be, or not to be, that is the question” o “To be, or not to be, that is the Question”, porque, para aquellos que no estaban al tanto, existieron tres versiones de la famosa frase: la primera versión cuyo segundo hemistiquio cambia drásticamente con respecto a la segunda y a la tercera, las cuales sólo varían en una mayúscula. Pero creo que me estoy alejando nuevamente del punto. Retomando, la famosa frase del soliloquio del príncipe Hamlet es traducida y parafraseada como “Ser o no ser, he aquí la cuestión” o “el asunto” o “el problema” o “la mar en coche”. Mientras que todos hacen hincapié en “the question” nadie se pregunta tristemente por el verbo “to be”. ¿Tan obvio puede ser el hecho de que “to be” deba traducirse por “ser” y no por “estar”? ¿Qué ocurriría si, luego de siglos y siglos de haber traducido “ser” en lugar de “estar”, alguien (un pelafustán sin duda alguna) encontrara un papelote firmado por Shakespeare u algún otro que se hiciera pasar por él donde aclarara para las futuras generaciones que ese “to be” debe ser entendido como lugar y no como esencia? La traducción quedaría algo asi como: “Estar o no estar, he aquí la cuestión” o “el asunto” o “el problema” o “la mar en coche” como ya dije. Y el resto a nadie le importa, porque lo único que recuerda el populacho es el primer verso y gracias, a otra cosa.
Como les iba diciendo. Tema: la forma. Bien, toda forma puede estar vacía mas no así serlo. “¿Cómo es esto posible, profesor?”, me dirán. Pues bien, es muy sencillo. La forma es una figura bidimensional (en el caso de que estuviera proyectada sobre dos dimensiones) y tridimensional (si lo estuviera en tres), pero en dicho caso ya no recibiría el nombre de figura sino el de cuerpo. Para el caso nos da lo mismo, incluso podríamos agregar más dimensiones de resultarle incómodo a los lectores disconformes. Continuando, toda forma consta mínima o máximamente de un grosor, sin el cual no existiría. Piénsese dicho grosor en las medidas, masas, pesos y volúmenes que se deseen, pero, de no existir cierto grosor que forme -valga la redundancia- la forma, ésta[1] no existiría. Pongamos por caso un buque o una caja. ¿En qué se asemejan ambos? En que los dos, uno y otro, tienen forma. ¿Forma de qué? De buque el primero y de caja el segundo. Ahora bien, en tanto que el buque y la caja tienen forma de lo que son, en cuanto a contenido están vacíos de algo.
A esta altura podría reprochárseme que ambos contienen aire; a esos los miro directo a los ojos y los hecho a patadas de… de… la lectura, supongo. Así que esos que me reprochan aire están invitados a abandonar la lectura y a volver cuando se les hayan bajado los humos de viveza. Porque acá estamos intentando hablar seriamente, en términos y con mecanismos científicos. Y la ciencia, como se sabe, trabaja con condiciones ideales previamente pautadas por el o los científicos y yo pauto desde ahora que el aire no existe para el buque ni para la caja ni para todos los presentes aquí. No obstante, los lectores recuerden respirar de vez en cuando.
Como decía, aunque a esta altura del discurso ya podría incluirlos también. Pues como íbamos diciendo, la forma necesita necesariamente de cierta esencia para existir; mientras que el contenido es algo accesorio, casi diría accidental. De allí se desprende que sea posible concebir un relato sobre y acerca del vacío. Más aún, me atrevería… nos atreveríamos a decir que es completa y fácticamente viable e incluso ne-ce-sa-rio construir una poética o estética (dejo la elección del término a cargo de los lectores) del vacío.
Vacío, reiteramos, entendido como pura forma sin contenido, es decir, sin aire ni nada que se le parezca, porque existen muchas cosas similares al aire. Pero entonces habríamos de preguntarnos qué debe entenderse por “vacío”. Es hora, pues, de esbozar una definición aproximada de lo que los lectores y yo entendemos por dicho término, definición que, como es de esperarse, irá reformulándose hasta alcanzar una forma casi perfecta al final de esta demostración para dejar en vergüenza absoluta todo lo anteriormente dicho, lo cual hará pensar a los lectores (mas no a mí) que han perdido su valioso tiempo leyendo una sarta de confusas premisas y reflexiones en lugar de haberse dirigido directamente a la última oración del último párrafo de la última página de estos papeles.
Veamos entonces. Vacío, primera definición: la que se encuentra en los diccionarios, cosa que no me molestaré en transcribir para no facilitarle la tarea al lector. Vacío, segunda definición: suma de todas las cosas que vinimos diciendo hasta este punto sobre el mismo. Vacío, tercera definición: método más efectivo y fidedigno de representar la nada y que aún no es lo suficientemente adecuado para hacerlo, como si de una asíntota matemática se tratara. Entonces, recapitulando, el vacío es el modo más certero aunque fútil que tiene el ser humano para encarar una representación perfecta en su imperfección sobre la nada. Pero, como el vacío no alcanza a ser nada, donde hubo fuego, cenizas quedan. Es momento, quizás, de ampliar esto que vengo diciendo (sí, el crédito es mío; además, la escritura en coautoría me resulta insostenible) con un ejemplo.
Supongamos la existencia, en el mundo real de la ficción, de un sujeto X o Y (K no ha de ser porque alguien ya ha usurpado con creces dicha letra). Para no ser calificado de descorazonado pongámosle por nombre Anodino y por apellido… bueno, dudo que existan muchos Anodinos en el globo como para confundirlo con otros. En fin, ya tenemos a nuestro sujeto de pruebas… digo, protagonista; mejor sujeto a secas, si quiere ocupar el rol de protagonista deberá ganárselo. Será a partir de él que no solo propondré, sino que también demostraré con absoluto éxito la posibilidad de confeccionar una literatura dedicada enteramente a la temática y problematización del vacío entendido en términos estéticos. Mi Anodino no será menos que otra Macabea, otra Alina Reyes, otra Olimpia; curiosamente, quizás sea el primero de una larga lista de casos masculinos en contribuir a dilucidar esta cuestión del vacío en la literatura hasta que por fin triunfe la imposibilidad de representar la nada misma, ¡la forma sobre el no-contenido!
Entonces, está este individuo llamado Anodino, hijo de un hombre que vivió toda su vida mucho antes de que se le acabara y que a la edad de cuarenta años no salía de su cama más por parásito que por parapléjico y de una mujer que inyectaba sus tímpanos con música, sus corneas con novelones y su cuerpo con cremas humectantes y trabajo, y que únicamente descansó durante las pocas horas previas y posteriores al trabajo (¡más trabajo!) de parto.
Todos los hombres tienen derecho a un pasado. El de Anodino pasó rápidamente sin muchos sobresaltos. Se egresó del colegio secundario; adquirió el título de perito mercantil, aunque sus conocimientos y habilidades siempre estuvieron por debajo del grueso de sus compañeros. Este hecho le permitió transitar por numerosos pequeños trabajos de escasa remuneración dentro de los cuales nunca tuvo la posibilidad, ni siquiera remota, de ascender o escalar. Ya a los veintitantos años de edad debió empaquetar sus sueños de grandeza (si es que alguna vez los tuvo) y hacerse cargo del negocio de su padre quien, como ya se vio, quedó imposibilitado de continuar con su labor.
El local, ubicado estratégicamente en pleno centro de la ciudad, exponía en la fachada un cartel despintado por la diaria confrontación con el sol en el cual, con un poco de esmero, aún podían leerse las palabras “EL COMERCIO DE LA BOLSA”. No hay que ser un Einstein para comprender a cuento de qué venía ese nombre tan poco marketinero. Anodino era el patrón y el único empleado del local. Cumplía las funciones de cajero, encargado, contador, repositor y hombre de la limpieza, básicamente todos los cargos que el oficio de un vendedor de bolsas puede ocupar. No nos detengamos en el inventario completo de los productos disponibles y a la venta que había en el local, simplemente digamos que Anodino y su familia vendieron, venden y venderán bolsas hasta el final de sus vidas y que el único propósito que una bolsa persigue, sea del tipo que sea, es contener algo.
Pasemos ahora a realizar una descripción introspectiva de Anodino. Como el lector podrá inferir, un hombre como Anodino no puede sino ser menos que un hombre. Su vida se reduce a la expresión “de casa al trabajo y del trabajo a casa”. Sí, por supuesto, tiene su grupo de amigos; sí, por supuesto, ha tenido pareja o algún encuentro sexual (¡orden, orden en la sala!) fortuito en algún momento también fortuito de su vida. Pero lo importante es el presente y nada más que eso, right now. Anodino trabaja ocho horas diarias, duerme ocho horas diarias y utiliza las otras ocho horas diarias para comer, acicalarse, intercambiar opiniones con sus pares y caminar de un sitio hacia el otro. Este es uno de los pocos puntos a favor en la vida de Anodino quien jamás desaprovechó ninguna oportunidad de ejercitar sus piernas. Del trabajo a su hogar hay exactamente cuarenta y tres minutos a paso de hombre (cuarenta y ocho si los semáforos le juegan en contra a uno); de esto se desprende que su sistema cardiovascular no corre ningún riesgo de sufrir un infarto o cualquier otro tipo de contratiempo. Pero prosigamos, que ya bastante tedioso es dedicarle tanto tiempo a un ser banal por donde se lo vea.
El hecho es que Anodino no se interesa por nada, no piensa en nada, está, como se dice, vacío por dentro. No siente, no especula, no tiene hobbies, ni favoritismos, ni preferencias. Es el perfecto cascarón de un ser humano, sin clara ni yema. Cualquier conversación que alguien pudiera entablar con él sería poco productiva, por no decir espantosamente aburrida e inconsistente. Anodino es de esos sujetos que realiza el menor de los esfuerzos posibles para así acumular la mayor cantidad de energía. Para qué un individuo como éste querría guardar fuerzas es otro asunto que no nos compete, habría que preguntárselo a él que, por ser solo un ser de papel producto de una verdadera imaginación humana, no sabría responder. Anodino actúa sin razonar, hace sin reprochar, es un autómata, un robot, mezcla de hombre y máquina, lo que se dice un androide, pero sin todos los beneficios ni la parafernalia de uno.
Un día con condiciones climáticas favorables (un día cualquiera dentro de la vida de esta piltrafa humana), mientras Anodino se mantiene… ¿meditabundo? No, no sería propio de él… ¿pensativo? No, hemos dicho que no piensa; en fin, postrado sobre el mostrador. Un día cualquiera en cualquier época del año mientras Anodino se mantiene postrado sobre el mostrador, vislumbra por la vidriera, que se encuentra a una distancia considerablemente cerca como para ver qué es lo que está acaeciendo en el mundo exterior, a un hombre; un hombre sucio, roñoso, mugriento, ennegrecido por años de convivir con la basura y de dormir en las calles bajo las condiciones más adversas y desfavorables que uno se pueda imaginar. Lo que la gente corriente rotularía bajo el título de vagabundo o indigente, y algunos aún más cizañeros lo llamarían peyorativamente linyera, croto o pordiosero. Este hombre, dicho sea de paso, es claramente un “hombre de la calle” con todos los rasgos que conforman a los de su especie: el mal olor, la vestimenta andrajosa, la boca desdentada y podrida, los pies desnudos, las uñas largas, la piel oscura quemada por el sol y el frío, los cabellos largos que se confunden entre el blanco de las canas y el negro de vaya-uno-a-saber-qué. En fin. Eso, no se diga más.
Anodino divisó al… señor indigente que estaba revisando un volquete perteneciente a alguno de los locales vecinos, pero que Anodino muy amablemente permitió que lo depositaran -dentro de un período de tiempo razonable- frente a su local. Anodino fijó su mirada sobre este hombre un buen rato mientras escudriñaba en los escombros. Casi imperceptiblemente, el hombre sacó algo del volquete (un objeto o más bien un pedazo de un todo) y sin darle tiempo a Anodino de distinguir qué fuera eso lo metió en una bolsa que tenía en su otra mano y de la cual Anodino no se había percatado en un principio. Esto sorprendió a Anodino; a esta altura del relato el lector sabrá perdonar mi torpeza de dotar de cierta sensibilidad a mi personaje de la cual antes carecía para hacer más amena su labor y avisparlo de que algo novedoso está a punto de ocurrirle. Decía, Anodino se sorprendió tanto al ver al ciruja… al homeless ocultar algo con tanta rapidez y practicidad en su bolsa, la cual no parecía ni más llena ni más vacía que antes, que no podía salir de su asombro. Intentó prestar mayor atención a los actos del hombre, sin conseguir mejores resultados. El gesto se repitió tres o cuatro veces más.
La bolsa, a pesar de todo, se mantenía en su posición original, ni muy llena ni muy vacía, pero al ras del suelo, lista para ser arrastrada. Sin embargo, una vez acabada la busca, el hombre alzó su bolsa y la calzó en su hombro. Fue en ese gesto que Anodino comprendió por qué le llamaba tanto la atención aquél ser callejero. Recordó las historias que su madre y otras señoras paquetas suelen contarles a los chicos cuando se portan mal; menos que historias son personajes que podrían protagonizar cuentos populares y que en realidad lo hacen, pero ¿quién se acuerda de la historia del Hombre de la Bolsa?
Una madre sale a pasear con su hijo que le hace un berrinche tremendo por cualquier asunto; de pronto, un viejo sin techo aparece con una bolsa en la mano y la madre aprovecha la oportunidad para decirle a su hijo que si no se porta bien el Hombre de la Bolsa iría hasta él y se lo llevaría. El chico calla, no pregunta ni rezonga, es suficiente esa mentira blanca para dejarlo en el molde. Pero aquel hombre que en ese instante circulaba por la Avenida Warnes a las tres y media de la tarde frente a “EL COMERCIO DE LA BOLSA” era, tenía que ser -al menos para que la ficción surta efecto- el verdadero hombre de la bolsa.
Anodino se estremeció por un momento. Se dio cuenta de que era ese y no otro el germen de las leyendas urbanas. El momento fue más que epifánico y sus efectos no tardaron en invadir el cuerpo de Anodino. Demoró tan solo unos segundos en tomar una bolsa del montón y salir del local, no sin antes colocar el cartel de “Enseguida regreso” y dar dos vueltas de llave a la cerradura. En ese viejo, Anodino encontró su función en el mundo: ser un acólito de aquel hombre, el Hombre de la Bolsa.



[1] La forma.

lunes, 13 de julio de 2015

El chico metafísico.

Un chico en el colectivo pregunta a los gritos
“¿Para qué sirve la luna?”.
Ese chico está perdido, ya no tiene futuro.
Habría que matarlo y construir uno nuevo, desde cero.
Ese desenlace sería menos nocivo para él y para el mundo.

Un chico que se pregunta por la utilidad de la luna
en lugar de preocuparse por lo que va a comer esa misma noche
no tiene razón de ser.
A los diez le angustiarán la pobreza y el hambre que aquejan África.
A los quince… ¡vaya a saber dios qué le espera a los quince!
A los veinte quizás ya esté a medio camino de recibirse de superhéroe en la universidad del buen samaritano.
Y a los veinticinco la vida ya lo habrá golpeado tantas veces contra el muro puntiagudo de la realidad
que no le quedarán fuerzas ni siquiera para pedir ayuda.

No, mejor matar a ese niño y crear uno nuevo
que se preocupe más por su estómago y por saber
si la luna es de queso y el sol de papel.

lunes, 15 de junio de 2015

Ejercicios para enseñar a leer a las niñas.

Lala:
hamaca la alpaca,
canta la nana,
salta la banca,
planta la tara,
rasca la panza,
arma la pala,
cala la tapa,
masca la rana,
aplasta la papa,
lava la taza,
alza la casa,
arrastra la rata,
arrasa la casta,
arranca la mancha amalgamada,
aparta la alambrada atrasada,
aclara la palabra zafada atrapada,
mama la pava pasada cascada,
calca la cara marcada,
abraza la paja parada,
castra la vaca,
mata la mata,
para la bala,
¡Lala, Lala!
¡Lala!
Haz
la
a.

sábado, 13 de junio de 2015

Un arete perdido.

He salido con muchas mujeres:
una rubia, la otra morocha… no recuerdo al resto.

Podría decirse que soy un experto.
He salido, no recuerdo cuantas veces,
pero sé que con más de una y con menos de…

He salido con muchas mujeres:
una morocha, la otra rubia… no recuerdo al resto.

Podría decirse que soy un experto en salidas,
mas no en entradas. Sólo me limito a salir.
No he besado a ninguna, tampoco las he tomado de la mano.
Tan sólo una vez me animé a…

He salido con muchas mujeres:
no recuerdo al resto… una rubia y la otra morocha.

Podría decirse que soy un experto en el arte de las salideras.
Hay que agasajarlas, hacerlas reír, servir adecuadamente el vino,
saber cuándo es el momento indicado para ir al baño (y no más de dos veces),
sostenerles las puertas, buscar un arete perdido sin encontrarlo jamás.

Un arete perdido es el precio por una salida.
Un arete perdido es el símbolo de la victoria.

lunes, 8 de junio de 2015

Sanguchito.

Degusté una bruja de arena
que me facilitó el puestero de la esquina:
toma té en mayo nee-san, lechuza,
-¿qué so’? -¡ja!, mon,
whats.avi, wakamoloch,
-huela, rucu vo’,
-pa’ tal, pour moi saine,
¡sal Oregon! ¡entra πmienta!
y un pan bycentenario.

Florería y juguetería en una misma esquina.

Una florería y una juguetería se disputaban la esquina que compartían a causa de la negligencia de los antiquísimos arquitectos que habían levantado la nueva ciudad. Una vendía flores; la otra, juguetes. ¿A que no adivina usted cuál vendía cada qué?
La señorita Dolly, dueña de la florería, preparaba ramos y coronas para todas las ocasiones: aniversarios, velorios, casamientos, regalos de convalecencia, salones de fiestas, premios de consolación; en una ocasión, incluso, un cliente al cual nunca volvió a ver le pidió que le preparara un ramillete de rompimiento.
Don Florencio, dueño de la juguetería, tenía todo tipo de juegos y juguetes: para niños y/o niñas de 0 a 100 años, de los que se necesitan de ningún jugador hasta en los que deben participar todos los habitantes de la ciudad, para pensar mucho o para dejar de pensar tanto, de los que no necesitan más que del calor de una vida para funcionar hasta los juegos de química que traen o requieren de plutonio o uranio para ciertos experimentos, y en cuyas tapas se lee la advertencia: “No intente esto en su casa; mejor, hágalo afuera”; hasta tenía de esos que, por más que uno se aburriera no podía dejar de jugar sin interrupción hasta llegar al final.
La pelea por la esquina fue tan cruenta y se difundió tan rápido que el alcalde (o intendente) de la ciudad tuvo que tomar partido. Se creó entonces un decreto extraordinario que aseguraba la propiedad de la esquina a aquél que vendiera más productos hasta el fin de ese año. Para cerciorarse de que ninguno de los dos hiciera trampa, el alcalde (o intendente) mandó a instalar cámaras de vigilancia que funcionaran las veinticuatro horas del día, las cuales, gracias a las habilidades tecnológicas de un hacker, filtraron el minuto a minuto de la contienda que llegó a superar en rating al programa más visto de todo el país.
Los dos locales ganaron así mucha fama y los dueños tuvieron que contratar empleados para dar abasto y no ceder frente a la demanda. La cosa se puso peliaguda por momentos, como cuando alguien debía ser despedido por intento de robo o cuando se armaban flirteos entre los empleados de ambos locales a la hora reglamentaria del almuerzo. El interés por las subtramas de la historia llegó a tal punto que la población mundial adquirió el derecho de votar a quienes debían ser echados o contratados. Así, la señorita Dolly llegó a contratar a una podadora japonesa experta en bonsáis, pero que no hablaba ni pisca de español; y don Florencio a un titiritero alemán al cual, paradójicamente, le ocurría exactamente lo mismo.
Llegó la temporada de navidad y los números seguían estando parejos. No se veía un ganador ni por asomo y las apuestas alcanzaban cifras siderales. Pero la tarde del 24, antes de cerrar ambas cajas, una señora entró simultáneamente a ambos locales. A don Florencio le pidió un balero para dejar en la tumba de su difunto marido; a la señorita Dolly, un jazmín para su nietita que estaba recuperándose en el hospital. El hecho sorprendió tanto a los dos dueños que ambos intentaron convencerla por todos los medios de que esos obsequios no eran los más adecuados para regalar y que era más conveniente que visitara la tienda de al lado. Ninguno de los dos logró cambiar la opinión de la mujer, por lo cual no tuvieron otra opción más que entregarle lo que ella exigía. Así que pagó por el jazmín y el balero y se marchó.
A la hora de cerrar, la señorita Dolly y don Florencio intercambiaron miradas. Cada uno le contó al otro su experiencia con la mujer (muy similares por cierto) y se quedaron atónitos. Se dieron cuenta de que sus oficios eran diferentes, pero que sus fines, al fin y al cabo, eran los mismos: las flores y los juguetes eran demostraciones de afecto, modos de cerrar un ciclo, expresiones de amor intenso, intentos por reparar un corazón roto o para calmar una herida. Decidieron que la competencia, para desdicha del público consumidor, debía terminar allí y ser declarada un empate. Desde entonces comparten la esquina e incluso se los puede ver baldeándola juntos.
Una flor y un juguete son dos cosas distintas. Tan distintas como pueden serlo una gota de río y otra de mar o dos personas que jamás se conocieron. Pero eso no impide encontrar en el juguete una flor o en la flor un juguete. 

lunes, 1 de junio de 2015

Certezas.

Sí, no; bueno, qué se yo.
A veces dudo casi siempre de
que exista otra posibilidad.
La chance está,
¿por qué no he de aprovecharla?

A, B o C;
mejor D: “todas las anteriores”.
La vida se des/aprueba
como un múltiple choice.
¿Estaré sonado?

“Describa cómo se ve a usted
mismo de acá a cinco años.
Justifique su respuesta”.
Parece joda, no sé
qué me depara el presente
 pretenden que hable del futuro?

¡Y un cuerno!

sábado, 23 de mayo de 2015

El Oscuro de Éfeso.

Que un hombre se bañe en un río no quiere decir que un río se bañe en el hombre que está bañándose en el río al cual el hombre está dispuesto a bañarse porque así lo dispone el río que dispone e indispone quién puede o no bañarse en él.

Tampoco son un río y un hombre los que se bañan mutuamente, sino una multitud de hombres y de ríos que forman mares y muchedumbres.

Un hombre puede ser un mar y un río una muchedumbre. Un hombre puede ahogar un río y un río puede beberse a un hombre.

lunes, 18 de mayo de 2015

De prepo.

A la arada arena blanca
Ante antípodas anteriores
Bajo básicas vasijas bellas
Cabe a mí confesar que
Con cuerda concordancia
Contra trastos complacientes
De deidades disidentes
Desde el desdén displicente
Durante diuturnas diatribas
En enanas entelequias
Entre trenes y tretas terribles
Hacia ciegas luciérnagas
Hasta bastas rastas mansas
Para palear arpas pardas
Por pura purga espuria
Según gustos segmentados
Sin siquiera salir seguido
So zozobra sola y losa
Sobre obesas brisas brindas
Tras tornado triste trino.

Dilución.

Se puede crear un tigre dorado
con dormidos pájaros azulosos
con azarosas lagartijas rojudas
con rostizados helechos purpúreos
con puritanas mandrágoras celestinas
con sediciosos pegasos griscereos
con gruñidos golems esmeraldinos
con espurias burbujas verduzcas
con vericuetas circunferencias naranjosas
con narcisistas rayas atigradas?

martes, 12 de mayo de 2015

Voces del Norte.

Carmen, carmina.
Los dioses antiguos me traen un susurro
marítimo. No los del Este (a esos
los conozco bien), sino los del
Norte que me son cercanos y ajenos.

Carmen, carmina.
Me traen el nombre
desconocido de una joven que lleva
en su piel el calor de los trópicos
y la historia de su pueblo.

Carmen, carmina.
Déjame escuchar el suave murmullo
de las cien mil lanzas de los diez mil guerreros
de los dioses emplumados con escamas
del dorado maíz, cosecha del Sol.

Carmen, carmina.
Tú tampoco asomaste tus oídos
a esa música ancestral, más fuerte que
los remos de tus esclavos y que
el rugir de tus Minotauros.

Carmen, carmina.
¡Se ha acabado tu tiranía! ¡Tus sirenas,
ninfas y arpías ya no asechan
mi pensamiento! Ya los reyes indígenas
esperan mi regreso. 

Otrora.

Solo soy el autor material de este poema,
el autor intelectual es otro
que vive en mí, que vive a través de mí.

Yo no soy nadie, yo es nada.
Rimbaud estuvo cerca, pero lo formuló mal:
Yo no es otro; otro soy yo.

Anhelo el puesto del otro, codicio su suerte,
envidio su hogar, deseo a su esposa,
añoro su vida, repito su prosa.

Nada de eso conseguiré, ¡JAMÁS!, aunque me esfuerce.
Lo único que me mantiene en vilo es cruzarme
con aquél que quiera ocupar mi lugar, este lugar vacío.

Hasta el momento solo
lo he encontrado aquí.

Me encandila su brillo.

Quisiera un mundo opaco,
donde las cosas no tuvieran brillo.

Un mundo con colores y contraste,
pero donde la luz que emana de las cosas no me dañase.

La luz, la energía, me lastima las corneas,
rasgan mis pupilas, corroen los bastones de mis ojos.

La crueldad de una estrella que falleció hace millones de años
se burla de mí aún cuando adopta la forma de un agujero negro.

Me pregunto si yo también lastimo a alguien con mi brillo
o si acaso no brillo y le soy indiferente a los ojos de los demás.

miércoles, 15 de abril de 2015

Marcas.

Existen, al menos, dos tipos de marcas:
las que uno se hace en el cuerpo,
las que el cuerpo le hace a uno.

Mientras que algunos exponen sus tatuajes,
yo enseño mis cicatrices.

Mientras que algunos exhiben sus aros,
yo luzco mi rostro carcomido por la viruela.

Mientras que algunos esperan impacientes
entrar a la sala donde les perforarán el alma,
yo espero en la sala de pacientes
a que me realicen una traqueotomía.

¿Quién soy yo para rechazar lo que mi cuerpo me ha dado?
¿Quiénes son ustedes para aceptar algo que no ha pedido?
¿O será que no somos tan diferentes a lo que pensamos?

jueves, 12 de febrero de 2015

Merlo.



A Roberto Sayar

Merlo, merluza merlada en el merlizonte,
murlas y remurlas al mirlo mercenario,
merlas las merlanas de los merlences remermidos.

Miro los mirnos y me mirno en ellos
(si Merlín viera a Merlina así se mirlarían)
desmirlándome el alma para amarla a la vuelta.

¿Me estará mirlando? En Merlo
la murga sale a merlirme y un murmullo
mudo me muda remerlinamente.

Al verme, mi amirlo me mermela cómo me fue
y yo le digo: “Merlo me ha mermelizado
¡hasta el mermo!”