Una florería y una juguetería se disputaban la
esquina que compartían a causa de la negligencia de los antiquísimos
arquitectos que habían levantado la nueva ciudad. Una vendía flores; la otra,
juguetes. ¿A que no adivina usted cuál vendía cada qué?
La señorita Dolly, dueña de la florería, preparaba
ramos y coronas para todas las ocasiones: aniversarios, velorios, casamientos,
regalos de convalecencia, salones de fiestas, premios de consolación; en una
ocasión, incluso, un cliente al cual nunca volvió a ver le pidió que le
preparara un ramillete de rompimiento.
Don Florencio, dueño de la juguetería, tenía todo
tipo de juegos y juguetes: para niños y/o niñas de 0 a 100 años, de los que se
necesitan de ningún jugador hasta en los que deben participar todos los
habitantes de la ciudad, para pensar mucho o para dejar de pensar tanto, de los
que no necesitan más que del calor de una vida para funcionar hasta los juegos
de química que traen o requieren de plutonio o uranio para ciertos experimentos,
y en cuyas tapas se lee la advertencia: “No intente esto en su casa; mejor,
hágalo afuera”; hasta tenía de esos que, por más que uno se aburriera no podía
dejar de jugar sin interrupción hasta llegar al final.
La pelea por la esquina fue tan cruenta y se
difundió tan rápido que el alcalde (o intendente) de la ciudad tuvo que tomar
partido. Se creó entonces un decreto extraordinario que aseguraba la propiedad
de la esquina a aquél que vendiera más productos hasta el fin de ese año. Para cerciorarse
de que ninguno de los dos hiciera trampa, el alcalde (o intendente) mandó a
instalar cámaras de vigilancia que funcionaran las veinticuatro horas del día,
las cuales, gracias a las habilidades tecnológicas de un hacker, filtraron el
minuto a minuto de la contienda que llegó a superar en rating al programa más
visto de todo el país.
Los dos locales ganaron así mucha fama y los
dueños tuvieron que contratar empleados para dar abasto y no ceder frente a la
demanda. La cosa se puso peliaguda por momentos, como cuando alguien debía ser
despedido por intento de robo o cuando se armaban flirteos entre los empleados
de ambos locales a la hora reglamentaria del almuerzo. El interés por las
subtramas de la historia llegó a tal punto que la población mundial adquirió el
derecho de votar a quienes debían ser echados o contratados. Así, la señorita
Dolly llegó a contratar a una podadora japonesa experta en bonsáis, pero que no
hablaba ni pisca de español; y don Florencio a un titiritero alemán al cual,
paradójicamente, le ocurría exactamente lo mismo.
Llegó la temporada de navidad y los números
seguían estando parejos. No se veía un ganador ni por asomo y las apuestas
alcanzaban cifras siderales. Pero la tarde del 24, antes de cerrar ambas cajas,
una señora entró simultáneamente a ambos locales. A don Florencio le pidió un
balero para dejar en la tumba de su difunto marido; a la señorita Dolly, un
jazmín para su nietita que estaba recuperándose en el hospital. El hecho
sorprendió tanto a los dos dueños que ambos intentaron convencerla por todos
los medios de que esos obsequios no eran los más adecuados para regalar y que
era más conveniente que visitara la tienda de al lado. Ninguno de los dos logró
cambiar la opinión de la mujer, por lo cual no tuvieron otra opción más que
entregarle lo que ella exigía. Así que pagó por el jazmín y el balero y se
marchó.
A la hora de cerrar, la
señorita Dolly y don Florencio intercambiaron miradas. Cada uno le contó al
otro su experiencia con la mujer (muy similares por cierto) y se quedaron
atónitos. Se dieron cuenta de que sus oficios eran diferentes, pero que sus
fines, al fin y al cabo, eran los mismos: las flores y los juguetes eran
demostraciones de afecto, modos de cerrar un ciclo, expresiones de amor
intenso, intentos por reparar un corazón roto o para calmar una herida. Decidieron
que la competencia, para desdicha del público consumidor, debía terminar allí y
ser declarada un empate. Desde entonces comparten la esquina e incluso se los
puede ver baldeándola juntos.
Una flor
y un juguete son dos cosas distintas. Tan distintas como pueden serlo una gota
de río y otra de mar o dos personas que jamás se conocieron. Pero eso no impide
encontrar en el juguete una flor o en la flor un juguete.
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