¿Es posible escribir un relato sobre la nada? No,
mejor reformulo mi pregunta: ¿es posible escribir un relato sobre el vacío? Sí,
mucho mejor. Quiero decir, un relato sobre la nada sería absurdo, porque la
nada es un concepto definible pero irrepresentable; es decir, cualquier intento
de representar la nada iría en contra del concepto de nada. Incluso la página
en blanco es “algo”: es silencio o acumulación infinita de ruidos o sentidos o
como quieran llamarlo. No, representar la nada es imposible, o sea, es
irrepresentable. A la nada me refiero.
En cambio el vacío, ¡oh, divino vacío! Cuántas
facilidades y beneficios traen tu representación. ¿Y por qué digo esto? Porque
el vacío siempre (¡SIEMPRE!) hace referencia al contenido y nunca a la forma.
Esto es muy sencillo de demostrar, y más aún de explicar, y sería todavía
muchísimo más fácil de graficar, pero no me tomaré esa última molestia porque
soy pésimo dibujante. Por el contrario, soy muy bueno explicando. Explicar es
una de mis pasiones, incluso explicar cosas sobres las cuales no tengo ni la
más remota idea. Por ejemplo, cómo funcionan los caloventores o por qué los
relojes de los celulares siguen funcionando a pesar de no disponer de una gota
de energía en sus baterías. Pero nos estamos yendo por la tangente, volvamos a
lo que nos compete.
Una forma jamás (ja-más) puede ser vacía; sí,
paradójicamente, puede estar vacía, lo cual no es lo mismo -no es soplar y
hacer botella- salvo en el Inglés y en otras lenguas como el Francés donde
“ser” y “estar”, a mi entender, comparten el mismo verbo: “to be” (esto en el
caso del Inglés, por supuesto). Pero pocos se han encargado de profundizar en
el asunto y muchos menos se han detenido a problematizarlo. Tomemos por caso la
famosa frase de Shakespeare en Hamlet que
es repetida hasta el hartazgo: “To be, or not to be, I there's the point” o “To
be, or not to be, that is the question” o “To be, or not to be, that is the Question”,
porque, para aquellos que no estaban al tanto, existieron tres versiones de la
famosa frase: la primera versión cuyo segundo hemistiquio cambia drásticamente con
respecto a la segunda y a la tercera, las cuales sólo varían en una mayúscula.
Pero creo que me estoy alejando nuevamente del punto. Retomando, la famosa
frase del soliloquio del príncipe Hamlet es traducida y parafraseada como “Ser
o no ser, he aquí la cuestión” o “el asunto” o “el problema” o “la mar en
coche”. Mientras que todos hacen hincapié en “the question” nadie se pregunta
tristemente por el verbo “to be”. ¿Tan obvio puede ser el hecho de que “to be”
deba traducirse por “ser” y no por “estar”? ¿Qué ocurriría si, luego de siglos
y siglos de haber traducido “ser” en lugar de “estar”, alguien (un pelafustán
sin duda alguna) encontrara un papelote firmado por Shakespeare u algún otro
que se hiciera pasar por él donde aclarara para las futuras generaciones que
ese “to be” debe ser entendido como lugar y no como esencia? La traducción
quedaría algo asi como: “Estar o no estar, he aquí la cuestión” o “el asunto” o
“el problema” o “la mar en coche” como ya dije. Y el resto a nadie le importa,
porque lo único que recuerda el populacho es el primer verso y gracias, a otra
cosa.
Como les iba
diciendo. Tema: la forma. Bien, toda forma puede estar vacía mas no así serlo.
“¿Cómo es esto posible, profesor?”, me dirán. Pues bien, es muy sencillo. La
forma es una figura bidimensional (en el caso de que estuviera proyectada sobre
dos dimensiones) y tridimensional (si lo estuviera en tres), pero en dicho caso
ya no recibiría el nombre de figura sino el de cuerpo. Para el caso nos da lo
mismo, incluso podríamos agregar más dimensiones de resultarle incómodo a los
lectores disconformes. Continuando, toda forma consta mínima o máximamente de
un grosor, sin el cual no existiría. Piénsese dicho grosor en las medidas,
masas, pesos y volúmenes que se deseen, pero, de no existir cierto grosor que
forme -valga la redundancia- la forma, ésta[1]
no existiría. Pongamos por caso un buque o una caja. ¿En qué se asemejan ambos?
En que los dos, uno y otro, tienen forma. ¿Forma de qué? De buque el primero y
de caja el segundo. Ahora bien, en tanto que el buque y la caja tienen forma de
lo que son, en cuanto a contenido están vacíos de algo.
A esta altura
podría reprochárseme que ambos contienen aire; a esos los miro directo a los
ojos y los hecho a patadas de… de… la lectura, supongo. Así que esos que me
reprochan aire están invitados a abandonar la lectura y a volver cuando se les
hayan bajado los humos de viveza. Porque acá estamos intentando hablar
seriamente, en términos y con mecanismos científicos. Y la ciencia, como se
sabe, trabaja con condiciones ideales previamente pautadas por el o los
científicos y yo pauto desde ahora que el aire no existe para el buque ni para
la caja ni para todos los presentes aquí. No obstante, los lectores recuerden
respirar de vez en cuando.
Como decía,
aunque a esta altura del discurso ya podría incluirlos también. Pues como
íbamos diciendo, la forma necesita necesariamente de cierta esencia para
existir; mientras que el contenido es algo accesorio, casi diría accidental. De
allí se desprende que sea posible concebir un relato sobre y acerca del vacío.
Más aún, me atrevería… nos atreveríamos a decir que es completa y fácticamente
viable e incluso ne-ce-sa-rio construir una poética o estética (dejo la
elección del término a cargo de los lectores) del vacío.
Vacío, reiteramos, entendido como pura forma sin
contenido, es decir, sin aire ni nada que se le parezca, porque existen muchas
cosas similares al aire. Pero entonces habríamos de preguntarnos qué debe
entenderse por “vacío”. Es hora, pues, de esbozar una definición aproximada de
lo que los lectores y yo entendemos por dicho término, definición que, como es
de esperarse, irá reformulándose hasta alcanzar una forma casi perfecta al
final de esta demostración para dejar en vergüenza absoluta todo lo
anteriormente dicho, lo cual hará pensar a los lectores (mas no a mí) que han
perdido su valioso tiempo leyendo una sarta de confusas premisas y reflexiones
en lugar de haberse dirigido directamente a la última oración del último
párrafo de la última página de estos papeles.
Veamos entonces. Vacío, primera definición: la que
se encuentra en los diccionarios, cosa que no me molestaré en transcribir para
no facilitarle la tarea al lector. Vacío, segunda definición: suma de todas las
cosas que vinimos diciendo hasta este punto sobre el mismo. Vacío, tercera
definición: método más efectivo y fidedigno de representar la nada y que aún no
es lo suficientemente adecuado para hacerlo, como si de una asíntota matemática
se tratara. Entonces, recapitulando, el vacío es el modo más certero aunque
fútil que tiene el ser humano para encarar una representación perfecta en su
imperfección sobre la nada. Pero, como el vacío no alcanza a ser nada, donde
hubo fuego, cenizas quedan. Es momento, quizás, de ampliar esto que vengo
diciendo (sí, el crédito es mío; además, la escritura en coautoría me resulta
insostenible) con un ejemplo.
Supongamos la existencia, en el mundo real de la
ficción, de un sujeto X o Y (K no ha de ser porque alguien ya ha usurpado con
creces dicha letra). Para no ser calificado de descorazonado pongámosle por
nombre Anodino y por apellido… bueno, dudo que existan muchos Anodinos en el
globo como para confundirlo con otros. En fin, ya tenemos a nuestro sujeto de
pruebas… digo, protagonista; mejor sujeto a secas, si quiere ocupar el rol de
protagonista deberá ganárselo. Será a partir de él que no solo propondré, sino
que también demostraré con absoluto éxito la posibilidad de confeccionar una
literatura dedicada enteramente a la temática y problematización del vacío
entendido en términos estéticos. Mi Anodino no será menos que otra Macabea,
otra Alina Reyes, otra Olimpia; curiosamente, quizás sea el primero de una
larga lista de casos masculinos en contribuir a dilucidar esta cuestión del
vacío en la literatura hasta que por fin triunfe la imposibilidad de
representar la nada misma, ¡la forma sobre el no-contenido!
Entonces, está este individuo llamado Anodino,
hijo de un hombre que vivió toda su vida mucho antes de que se le acabara y que
a la edad de cuarenta años no salía de su cama más por parásito que por
parapléjico y de una mujer que inyectaba sus tímpanos con música, sus corneas
con novelones y su cuerpo con cremas humectantes y trabajo, y que únicamente
descansó durante las pocas horas previas y posteriores al trabajo (¡más
trabajo!) de parto.
Todos los hombres tienen derecho a un pasado. El
de Anodino pasó rápidamente sin muchos sobresaltos. Se egresó del colegio
secundario; adquirió el título de perito mercantil, aunque sus conocimientos y
habilidades siempre estuvieron por debajo del grueso de sus compañeros. Este
hecho le permitió transitar por numerosos pequeños trabajos de escasa
remuneración dentro de los cuales nunca tuvo la posibilidad, ni siquiera
remota, de ascender o escalar. Ya a los veintitantos años de edad debió
empaquetar sus sueños de grandeza (si es que alguna vez los tuvo) y hacerse
cargo del negocio de su padre quien, como ya se vio, quedó imposibilitado de
continuar con su labor.
El local, ubicado estratégicamente en pleno centro
de la ciudad, exponía en la fachada un cartel despintado por la diaria
confrontación con el sol en el cual, con un poco de esmero, aún podían leerse
las palabras “EL COMERCIO DE LA BOLSA”. No hay que ser un Einstein para
comprender a cuento de qué venía ese nombre tan poco marketinero. Anodino era
el patrón y el único empleado del local. Cumplía las funciones de cajero,
encargado, contador, repositor y hombre de la limpieza, básicamente todos los
cargos que el oficio de un vendedor de bolsas puede ocupar. No nos detengamos
en el inventario completo de los productos disponibles y a la venta que había
en el local, simplemente digamos que Anodino y su familia vendieron, venden y
venderán bolsas hasta el final de sus vidas y que el único propósito que una
bolsa persigue, sea del tipo que sea, es contener algo.
Pasemos ahora a realizar una descripción
introspectiva de Anodino. Como el lector podrá inferir, un hombre como Anodino
no puede sino ser menos que un hombre. Su vida se reduce a la expresión “de
casa al trabajo y del trabajo a casa”. Sí, por supuesto, tiene su grupo de
amigos; sí, por supuesto, ha tenido pareja o algún encuentro sexual (¡orden,
orden en la sala!) fortuito en algún momento también fortuito de su vida. Pero
lo importante es el presente y nada más que eso, right now. Anodino trabaja ocho horas diarias, duerme ocho horas
diarias y utiliza las otras ocho horas diarias para comer, acicalarse,
intercambiar opiniones con sus pares y caminar de un sitio hacia el otro. Este
es uno de los pocos puntos a favor en la vida de Anodino quien jamás
desaprovechó ninguna oportunidad de ejercitar sus piernas. Del trabajo a su
hogar hay exactamente cuarenta y tres minutos a paso de hombre (cuarenta y ocho
si los semáforos le juegan en contra a uno); de esto se desprende que su
sistema cardiovascular no corre ningún riesgo de sufrir un infarto o cualquier
otro tipo de contratiempo. Pero prosigamos, que ya bastante tedioso es
dedicarle tanto tiempo a un ser banal por donde se lo vea.
El hecho es que Anodino no se interesa por nada,
no piensa en nada, está, como se dice, vacío por dentro. No siente, no
especula, no tiene hobbies, ni favoritismos, ni preferencias. Es el perfecto
cascarón de un ser humano, sin clara ni yema. Cualquier conversación que
alguien pudiera entablar con él sería poco productiva, por no decir
espantosamente aburrida e inconsistente. Anodino es de esos sujetos que realiza
el menor de los esfuerzos posibles para así acumular la mayor cantidad de energía.
Para qué un individuo como éste querría guardar fuerzas es otro asunto que no
nos compete, habría que preguntárselo a él que, por ser solo un ser de papel
producto de una verdadera imaginación humana, no sabría responder. Anodino
actúa sin razonar, hace sin reprochar, es un autómata, un robot, mezcla de
hombre y máquina, lo que se dice un androide, pero sin todos los beneficios ni
la parafernalia de uno.
Un día con condiciones climáticas favorables (un
día cualquiera dentro de la vida de esta piltrafa humana), mientras Anodino se
mantiene… ¿meditabundo? No, no sería propio de él… ¿pensativo? No, hemos dicho
que no piensa; en fin, postrado sobre el mostrador. Un día cualquiera en
cualquier época del año mientras Anodino se mantiene postrado sobre el
mostrador, vislumbra por la vidriera, que se encuentra a una distancia
considerablemente cerca como para ver qué es lo que está acaeciendo en el mundo
exterior, a un hombre; un hombre sucio, roñoso, mugriento, ennegrecido por años
de convivir con la basura y de dormir en las calles bajo las condiciones más
adversas y desfavorables que uno se pueda imaginar. Lo que la gente corriente
rotularía bajo el título de vagabundo o indigente, y algunos aún más cizañeros
lo llamarían peyorativamente linyera, croto o pordiosero. Este hombre, dicho
sea de paso, es claramente un “hombre de la calle” con todos los rasgos que
conforman a los de su especie: el mal olor, la vestimenta andrajosa, la boca
desdentada y podrida, los pies desnudos, las uñas largas, la piel oscura
quemada por el sol y el frío, los cabellos largos que se confunden entre el
blanco de las canas y el negro de vaya-uno-a-saber-qué. En fin. Eso, no se diga
más.
Anodino divisó al… señor indigente que estaba
revisando un volquete perteneciente a alguno de los locales vecinos, pero que
Anodino muy amablemente permitió que lo depositaran -dentro de un período de
tiempo razonable- frente a su local. Anodino fijó su mirada sobre este hombre
un buen rato mientras escudriñaba en los escombros. Casi imperceptiblemente, el
hombre sacó algo del volquete (un objeto o más bien un pedazo de un todo) y sin
darle tiempo a Anodino de distinguir qué fuera eso lo metió en una bolsa que
tenía en su otra mano y de la cual Anodino no se había percatado en un
principio. Esto sorprendió a Anodino; a esta altura del relato el lector sabrá
perdonar mi torpeza de dotar de cierta sensibilidad a mi personaje de la cual
antes carecía para hacer más amena su labor y avisparlo de que algo novedoso
está a punto de ocurrirle. Decía, Anodino se sorprendió tanto al ver al ciruja…
al homeless ocultar algo con tanta
rapidez y practicidad en su bolsa, la cual no parecía ni más llena ni más vacía
que antes, que no podía salir de su asombro. Intentó prestar mayor atención a
los actos del hombre, sin conseguir mejores resultados. El gesto se repitió
tres o cuatro veces más.
La bolsa, a pesar de todo, se mantenía en su
posición original, ni muy llena ni muy vacía, pero al ras del suelo, lista para
ser arrastrada. Sin embargo, una vez acabada la busca, el hombre alzó su bolsa
y la calzó en su hombro. Fue en ese gesto que Anodino comprendió por qué le
llamaba tanto la atención aquél ser callejero. Recordó las historias que su
madre y otras señoras paquetas suelen contarles a los chicos cuando se portan
mal; menos que historias son personajes que podrían protagonizar cuentos
populares y que en realidad lo hacen, pero ¿quién se acuerda de la historia del
Hombre de la Bolsa?
Una madre sale a pasear con su hijo que le hace un
berrinche tremendo por cualquier asunto; de pronto, un viejo sin techo aparece
con una bolsa en la mano y la madre aprovecha la oportunidad para decirle a su
hijo que si no se porta bien el Hombre de la Bolsa iría hasta él y se lo
llevaría. El chico calla, no pregunta ni rezonga, es suficiente esa mentira
blanca para dejarlo en el molde. Pero aquel hombre que en ese instante
circulaba por la Avenida Warnes a las tres y media de la tarde frente a “EL
COMERCIO DE LA BOLSA” era, tenía que ser -al menos para que la ficción surta
efecto- el verdadero hombre de la bolsa.
Anodino se estremeció
por un momento. Se dio cuenta de que era ese y no otro el germen de las
leyendas urbanas. El momento fue más que epifánico y sus efectos no tardaron en
invadir el cuerpo de Anodino. Demoró tan solo unos segundos en tomar una bolsa
del montón y salir del local, no sin antes colocar el cartel de “Enseguida
regreso” y dar dos vueltas de llave a la cerradura. En ese viejo, Anodino
encontró su función en el mundo: ser un acólito de aquel hombre, el Hombre de la
Bolsa.
[1] La forma.
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