Cualquiera que se haya enfrentado al armado de una tesis o, al menos, se
haya vuelto un habitué del ámbito académico, sabe que la santa trinidad de todo
campo de investigación son el objeto de estudio, el marco teórico y el estado
de la cuestión. Estos tres conceptos conforman toda disciplina y eliminar tan
solo uno podría provocar que el aspirante a investigador sea tildado de
ignorante o mediocre tanto por sus pares como por sus docentes y director de
tesis. Ahora bien, existe un problema, creo yo, aún más grave y que no tiene
que ver con la eliminación de uno de los elementos de la trinidad, sino con
algo intrínseco a cualquier campo de investigación: su antigüedad, vigencia y/o
perdurabilidad.
Cuando uno ingresa y da sus primeros pasos en la ruta del conocimiento,
todo lo asombra y le resulta fascinante. El párvulo intelectual da sus primeros
pasos incorporando estructuras textuales y básicamente repitiendo las palabras
de otros, dándole prioridad a la aprehensión del esqueleto antes que a cultivar
un contenido original. Ahora bien, cuando el pichón se siente lo bastante
seguro de sí mismo como para dejar el nido y emprender su propio vuelo, lo
primero con lo que suele toparse son los obstáculos impuestos por sus propios
maestros e instructores: que los temas canónicos ya están cristalizados y es
ambicioso y megalómano querer decir algo nuevo sobre ellos, que tal o cual propuesta
no cuenta con la bibliografía suficiente como para sustentar ninguna tesis o
argumentación, que no hay forma de acceder a la documentación necesaria para
abordar el problema, y una larga e inagotable lista de etcéteras.
En este punto, el aspirante a especialista en lo que sea se siente
abrumado y desalentado, por lo cual solo encuentra dos caminos a seguir: o bien,
subsumir su voluntad a la de un guía que le entrega un tema servido en bandeja
o con envoltorio, pero el cual no coincide para nada con los intereses del
alumno; o bien tomar el toro por las astas y encarar el asunto por sí solo y técnicamente
desde cero. Lo hasta aquí expuesto no refleja la totalidad de los casos, ya
que, a la larga, siempre se encuentra a alguien tan o más orate que uno, que lo
acompañe y asesore en su travesía. Pero me arriesgo a decir que, por lo
general, toda empresa académica es más bien solitaria y siempre acaba plagada
de limitaciones, desilusiones y postergaciones. Para afirmar esto me baso en
mis experiencias personales que detallaré a continuación, pero también en las
de muchos de mis compañeros y colegas, quienes han sido víctimas de infortunios
similares a los míos.
Mis objetos de estudio prioritarios son la literatura argentina del
siglo XX, por un lado, y los cruces entre manganimé
y canon literario universal, por el otro. Aun siendo dos campos que se hallan
en las antípodas uno con respecto al otro, en ambos he encontrado dificultades
para desplegar mis convicciones y anhelos. Para dar con un autor argentino que
pudiera investigar, aportar una mirada novedosa y no un refrito o reformulación
de lo que alguien más ya dijo –y encima resultara una contribución o siquiera
en apariencia un aporte para alguien además de mí–, debí atravesar por
múltiples cátedras, explicarme frente a muchos profesores y permitir que
metieran algo de mano en mi hipótesis hasta finalmente conseguir un mínimo
aval. Para el caso de la cultura japonesa fue aún más extraño y las excusas
cada vez más descabelladas, ya que debido a condiciones geográficas,
históricas, culturales, lingüísticas y muchas otras que podría agregar, el
asunto parecía siempre recaer en la futilidad y banalidad absolutas.
En este punto cabe destacar que no existen estudios académicos más o
menos válidos que otros, todo se trata de una cuestión de perspectiva con
respecto a los discursos y circuitos hegemónicos y legitimados del
conocimiento. La cultura de por sí avala cualquier tipo de investigación ya que
todo nace de su mismo seno. El inconveniente surge cuando aparecen focos
emergentes o disidentes que vienen a tambalear o desestabilizar aquello que a
las Instituciones –con mayúscula– les costó tanto construir y cristalizar. Y
sin embargo esto no es más que otra de las máscaras bajo la cual se encubren
las discusiones entre alta y baja cultura, centro y periferia, canon y moda. ¿O
acaso siempre fue bien vista la métrica y rima libre? ¿O el género policial y la
ciencia ficción siempre estuvieron en el panteón de los textos de ficción? ¿O
el tango sonó desde el comienzo en los salones parisinos? Es decir, si nos
paralizamos y dejamos de investigar algo porque las condiciones son adversas y
aún no están dadas para que nuestro esfuerzo y trabajo sea reconocido, ¿quién
de nosotros es digno de encender la mecha que nos conducirá al cambio?
El camino no deja de ser frustrante y tortuoso, pero por eso mismo se
vuelve gratificante. Los resultados jamás son inmediatos y pueden pasar años
antes de ver un artículo publicado o una cita nuestra en otro trabajo. Pero hay
que empezar, hay que tomar la iniciativa. Las hipótesis arriesgadas son las más
interesantes y entretenidas, un título jocoso en un programa puede hacer que la
organización de todo un congreso valga la pena, los dossiers temáticos son una
usina de encuentro para las plumas y teclados solitarios. Perderle el miedo y
el pánico a la academia, así como los prejuicios a nuestra propia labor, son de
los desafíos más grandes con los que se debe enfrentar el investigador a lo
largo de toda su carrera. Y pensar que por asuntos más elevados obligaron a
Sócrates a beber cicuta y la Iglesia quiso quemar en la hoguera a Galileo.
Tenemos la suerte –y la desgracia– de vivir en una época en la que la
opinión personal es tan válida como la ajena. Podemos negociar métodos,
herramientas y circuitos de investigación; pero no dejemos que nos arrebaten lo
esencial, nuestra pasión, el placer por aquello que nos interesa y queremos
construir para difundir y aportar nuestro grano de conocimiento al mundo.