Era el último
en la sala. Ya no quedaban familiares ni amigos suyos; tampoco aquellas
personas que asisten por compromiso o para acompañar a los deudos. Sólo quedaba
él junto al cajón. Se había resistido a tomar asiento, pero tras cansadoras
horas de pie sin moverse siquiera un centímetro del lugar aceptó que le
trajeran una silla para reposar un rato. Sin embargo, cuando quiso levantarse,
no halló las fuerzas suficientes para hacerlo. Y así estuvo todo el tiempo,
casi sin parpadear, mirándola a ella.
No le importó
localizar a todos los que la habían conocido en vida para darles la noticia de
su inesperada recaída y posterior fallecimiento. Tampoco le importó atender a
los que sí habían asistido ni recibir los infaustos pésames. Desde que la
puerta de la sala estuvo abierta, su atención no dejó de posarse sobre su
rostro. Temía, eso sí, como ocurre con los cuerpos ancianos, que sus facciones se
vieran deformadas por el rigor mortis sumado
a las intervenciones de los empleados de la cochería; sin embargo, era
impresionante el parecido con ella, como si acaso estuviera simplemente
dormida, ahorrando energías para recuperarse de su enfermedad.
Tuvo particular
cuidado en que luciera lo más fiel a sus recuerdos, sobre todo en los detalles.
Llevaba una hebilla para el pelo que únicamente se la quitaba cuando estaban solos,
una cadenita que su abuela le había regalado para la comunión, una cintita roja
en el pie izquierdo para repeler las energías negativas y un anillo que él le
había dado tras cumplir su primer aniversario con la fecha del día en que se
conocieron y las iniciales de ambos.
Cuando hubo
terminado de apreciar todos esos atesorados pormenores, su atención se dirigió
definitivamente a la cabecera. Recorrió cada zona de su cara para extraer y
congelar los últimos recuerdos frescos antes de que la frágil memoria empezara
a deteriorar las impresiones que había cosechado en vida. Se detuvo largo rato
en un mechón de pelo, que era la soga que lo rescataba en épocas de gran pesar.
No supo decir cuántas veces lo había despejado de su frente para arroparlo
gentilmente detrás de su oreja derecha, pero lo sabía caprichoso y le gustaba
inmiscuirse entre sus labios y los de ella. Su mirada también se había tendido
profundamente en los livianos párpados que ahora ocultaban unos ojos castaños y
llenos de alegría, esos ojos que siempre lo leían desde abajo, como los de una
niña que busca aprobación o complicidad, con la cabecita un poco gacha para acentuar
el gesto. Pero sin duda su parte favorita sería las terminaciones de sus labios
que dibujaban la curva en la cual su mente se perdía y ya nada más importaba.
Aquella sonrisa fue en más de una oportunidad motivo de halagos y envidias,
pero ella lo tranquilizaba diciéndole que sólo a él le pertenecía. Entonces, el
fuego en su interior se calmaba, dejaba de quemar para abrazarla en un abrazo
candoroso.
Todas esas
imágenes desfilaban por su mente cuando oyó que alguien entraba en la sala
vacía. No se inmutó, temiendo que fuera alguien del servicio que estaba por
avisarle el fin del velatorio. En cambio, sus ojos desesperados empezaron a recorrerla
como si solo quedaran escasos segundos antes de la hora de entregar un examen
que no había alcanzado a completar. Pero todo se aquietó cuando el intruso se
colocó detrás de él y una mano femenina se posó sobre su hombro. No había
reconocido a una mujer entre los empleados de la cochería, por lo cual esa
presencia inesperada solo podía significar una equivocación o una avisada de
último momento.
Hubo unos
instantes de silencio, un temor por quebrar aquella aura solemne entre los
amantes que se despedían por última vez hasta que la recién llegada creyó
oportuno pronunciar las acostumbradas palabras:
-Mis
condolencias por su pérdida.
Él continuó
callado. Había obrado de modo demasiado descortés con el resto de los allegados
que habían asistido de buena voluntad, pero ya no le quedaban energías para
sostener aquella postura arrogante. Nada de lo que hiciera podría devolverla o
aferrarla más a él. Aun así, no giró su cara para ver la de su compañía.
-Gracias por
venir. ¿La conocía mucho?
-Desde que éramos
chicas, pero a medida que fuimos creciendo los vínculos se fueron alejando poco
a poco. Cosas de la vida, ¿sabe?
-A quién no le
ha pasado.
-Eso sí, nunca
le reproché nada e intenté extrañarla lo menos posible. Siempre quise lo mejor
para ella.
-Yo también.
Pero ahora siento que fui demasiado egoísta en haberle usurpado el poco tiempo
que le quedaba.
La mano sugirió
un ademán, casi imperceptible, una presión, como si un alfiler se hubiera
clavado sobre ella.
-¿Es en serio
lo que dice?
-Mientras la
conocí, dudé mucho antes de decidirme a brindarle mi compañía. Y una vez
juntos, sentía que cada viaje de negocios, cada separación programada la
angustiaba enormemente. De saber que mis partidas le causarían tantos disgustos
no la hubiera deseado siquiera desde el primer momento.
El gesto se
volvió a repetir, un leve espasmo apenas.
-Perdón que me
entrometa en asuntos personales. En realidad, hablábamos poco sobre nuestras
cosas, pero ella siempre lo tuvo presente en las conversaciones. Créame si le
digo que ella jamás se arrepintió ni por un segundo el haberlo cruzado en su
vida.
Por un momento,
la mirada se le nubló. Las lágrimas que había estado conteniendo hasta ese
instante parecían querer brotar por fin. Pero con una fuerte inspiración logró
reprimirlas un rato más. Quebrarse allí mismo le hubiera quitado valiosos
minutos de contemplación. Sintió cómo la mano le acariciaba fraternalmente el
hombro en signo de aprobación. Aquel gesto le devolvió cierta tranquilidad que
no había sentido en toda la noche.
-Gracias por
haber venido.
-No se preocupe.
Lamento la tardanza, pero ella habría querido que lo acompañara en estos
momentos.
-Ha sido de
gran consuelo.
Se quedaron
estáticos unos minutos más hasta que ella volvió a quebrantar el silencio.
-Se me ha hecho
algo tarde, afuera me están esperando. Los he detenido más de lo debido. Sepa
disculparme.
-No se
preocupe, estaré bien.
Entonces la
mano, que era el único signo que denunciaba además de la voz la presencia de la
mujer, se precipitó un poco hacia adelante, recorrió su pecho, su cuello, hasta
encontrarse con su otra mano y entre ambas se fundieron en un abrazo.
De repente, él
se percató de algo: un anillo hasta entonces sigiloso decoraba uno de los dedos
pecosos de la mujer. Tenía un grabado que no llegaba a leer por el cansancio y
la fatiga del día, pero que juraba podría haberlo descifrar de habérselo
propuesto. Sintió a continuación que la mujer se empequeñecía hasta que su
cabeza alcanzó la altura de la silla. Unos labios se posaron sobre su cuello
mientras un beso callado le rozó la piel.
-Confío en que
vas a estar bien.
Cuando por fin
pudo reaccionar, ningún brazo lo mantenía prisionero. Sin embargo, el miedo a
que su cuerpo desapareciera si corría la vista de aquel punto fijo dentro del
ataúd lo hizo dudar. Se quedó un poco más, así, ensimismado, hasta que por fin
le dijeron que ya era tiempo de cremarla.
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