domingo, 31 de diciembre de 2017

La Dama del Río.

Mi espíritu inquieto buscaba descanso,
en el locus amoenus de mi tierra natal.
Pero te encontró a vos, digna hija de Nimue.
Hada que surcas la brisa isleña con frágiles alas,
hechas de sueños juveniles que temen quebrarse con cada aleteo.
Construiste castillos de arena con tu sonrisa
y dibujaste ilusiones en las ondas del río de mi pensamiento.
Veo tus pies rechazar el suelo acuoso
pero vos te arriesgás para sentirte ser sirena por una vez siquiera.
Diminutas gotas suspiran a tu alrededor
y les pedís que bailen una sustancial danza entre tus dedos.
Ser el guardián de tu juego es privilegio que nunca pedí,
que no quiero perder.
Me invitás a que cante tu altisonante melodía
y yo me siento indigno de tamaño honor.
La tarde nos encuentra bañándonos con sus rayos
y mezclándonos con el paisaje dejamos de ser dos.

domingo, 12 de noviembre de 2017

Mar adentro.

En este páramo, en el que el agua es el tesoro más preciado,
tu recuerdo inunda los surcos de mi pensamiento.
Manantial de cariño, oleaje de pasión,
la garganta solicita tu mar de besos.
Cierro los ojos y sueño con ser gondolero
que rema en las finas curvas de tu sonrisa y tu cintura.
Vuelvo a abrirlos y te veo, espejismo en el oasis de mi memoria.
¿Cuánto he de navegar hasta alcanzar tus orillas,
amarrarme en tus muelles, recorres tus puertos?

¿Cuánto tardaré, sirena melodiosa, en ahogarme nuevamente
en tu voz, en ser abrazado por profundas corrientes de amor?
Este Ulises resignado no conoce de Penélopes ni de Ítacas;
sin ceras ni ataduras persigue enceguecido con loca brújula tu ruta.
Neptuno fue caro aliado al presentarme a una de sus hijas.
Que ahora él me envíe un tifón; ¡te lo imploro!
Llévate este barco mío, retuércelo a la dirección correcta,
a la protección de sus brazos,
a la salvación de sus labios.

lunes, 11 de septiembre de 2017

Puesta en vida.

para M. M.

Dos actores, voces de fondo.
La mesa de un bar los separa por centímetros, que se vuelven milímetros, que se vuelven un accidente sin importancia.
Miradas, gestos, contactos.
Ambos pronuncian palabras de arte que se convierten en música para los oídos.
Lecturas previas, confesiones intermedias, algo fuera de los planes.
Ella se pierde en sus monólogos; él, en su performance. Y la madrugada los toma desprevenidos.
Luz tenue, algunos borrachines. Para ellos ya no existe otra cosa que una mesa-lienzo sobre la cual las manos planean estrategias para encontrarse.
De repente, llega un mozo. Les pide amablemente que se retiren, preludiando el fin del primer acto.
Telón.

Segundo acto. Una callecita poco transitada. Autos en fila.
Ella no se atreve a entrar; él no se atreve a abrir.
Como una bailarina galáctica comienza a orbitar a su alrededor, pero él detiene su lunático devenir. La toma, la enrosca y la toma por fin.
Miradas cómplices, labios curiosos, delirios nerviosos.
Desvarían un poco hasta perderse tras bambalinas.
Ellos se ocultan; la calle queda desértica.
The show must go on.

Fin del simulacro.
Él se quita su máscara dionisíaca; ella, sus medias arlequinescas.
Ambos intérpretes se desmaquillan a cálidos besos, desvestuarizan sus almas.
No hay guion al cual atenerse, ni director que los dirija.
Son sólo ellos, improvisando la más bella de las tragicomedias que pudieran haberse inventado.
Escriben diálogos murmurados, acotaciones microscópicas para una escena que parece no querer acabar.
El happening concluye tras las primeras gotas de sol, pero se extiende un poco más de lo esperado. Los dramaturgos se resisten a detenerse.
Artistas de la pasión, ditirambos de inspiración.
Se despiden, con la promesa de un nuevo ensayo, para dar comienzo a una obra que está próxima a estrenarse.

miércoles, 28 de junio de 2017

Decálogo del buen lector.

ü El buen lector lee lo que sea: no tiene por qué ser sólo literatura; cualquier cosa que esté dentro de sus intereses acerca de cualquier tema es válido como material de lectura.
ü El buen lector lee hasta donde quiere: no necesita terminar de leer todo lo que empieza; si se da cuenta de que eso no le interesa o le resulta aburrido, lo abandona para adentrarse a un nuevo  texto sin culpa alguna. El buen lector podrá retomar la lectura cuando guste; el libro seguirá allí esperándolo. Él busca libros que le permitan entablar un diálogo con aquél otro mundo: que le permitan cuestionar, reflexionar y debatir aquello que lee.
ü El buen lector no tiene edad: no existe una edad para tomar un libro y leerlo. Existen lecturas recomendadas para ciertas edades, pero la edad del buen lector se mide por los libros que ha leído, no por los años que haya cumplido.
ü El buen lector lee a su ritmo: no se preocupa por la velocidad, saborea cada palabra, disfruta de la lectura sin preocuparse por el tiempo. Cuando el buen lector lee, los relojes se detienen. La velocidad llega por sí sola, con la práctica y la paciencia.
ü El buen lector sabe bien lo que busca: por más que no conozca sobre autores y títulos de libros, el buen lector tiene bastante en claro sus gustos y afinidades. Toma como punto de referencia los géneros (policial, ciencia ficción, terror, fantástico) o los personajes (detectives, alienígenas, monstruos, seres maravillosos) para encontrar los libros que puedan satisfacer sus necesidades lectoras.
ü El buen lector sabe pedir y oir consejos: los adultos (maestros, profesores, bibliotecarios, preceptores, directivos, padres, etc.) son buenas fuentes de consulta bibliográfica. El buen lector acude a ellos para facilitar la búsqueda de lo que quiere, sin permitir que la palabra del adulto lo influya completamente. Los adultos también se equivocan y es el buen lector quien tiene la última palabra sobre los textos que decide leer. Por supuesto, también puede hacer su propia investigación por internet y consultar en Google qué libros son los más recomendados para leer; pero sólo el buen lector debe trazar su propio camino.
ü El buen lector establece relaciones y asociaciones entre su vida y lo que lee: cuando lee, las palabras despiertan recuerdos y sentimientos existentes que le permiten al buen lector relacionar lo que aquello con su vida y su entorno. El buen lector sabe que los libros son escritos por personas de carne y hueso, que vivieron experiencias similares a las suyas y de las cuales puede extraer algún aprendizaje.
ü El buen lector conecta lo que lee con cosas que ya conoce: nadie que se precie de buen lector lee los textos por primera vez. Cada vez que toma un libro entre sus manos, el buen lector asocia lo que lee con otras cosas que ya conoce (otro libro, un cuento, un poema, una canción, un videojuego, una película, una serie, etc.). Los textos, así como las personas, no viven aislados del resto, sino que forman una comunidad y por ello se relacionan entre sí.
ü El buen lector juzga de un modo crítico lo que lee: todos opinan con argumentos lógicos y sostenidos qué partes les resultó atractivas y cuáles aburridas, qué rescatan y qué dejan a un lado de la lectura, qué piensan o qué interpretan de lo que han leído. Los textos no hablan por sí solos, son los buenos lectores quienes les hacen hablar.
ü El buen lector usa los textos para lo que se le da la gana: los libros no sirven para nada, sino que es el buen lector quien les da un uso. Puede leer cuando está aburrido, cuando no tiene nada mejor que hacer, mientras viaja o está esperando en un determinado lugar. Los libros sirven para aprender, conocer, descubrir, imaginar, citar, crear o por el puro placer de leer. Cada buen lector deberá darle utilidad a los libros que lea por su propia cuenta.

“Quise distraerte, no quise corregirte, porque al contrario eres el lector sabio, pues que practicas el entreleer que es lo que más fuerte impresión labra”, Macedonio Fernández.

martes, 14 de febrero de 2017

Fotografía.


A Juan José Saer

Ahí están ahora. Son siete. Se exhiben, frente al ojo inquisidor de la cámara, todas juntas, para que ninguna quede por fuera del marco autoritario de la fotografía. Sin embargo, dos rostros salen entrecortados y el primer intento resulta fallido, anunciando que habrá un segundo y posiblemente un tercero. La foto sale bien a la segunda; sin embargo, con la idea de obtener un resultado mejor que el anterior y aún mejor que el primero, ensayan una tercera. Habiendo cumplido su cometido, los cuerpos se separan, permitiéndose distinguir las formas y las curvas. Se zambullen en el agua celestina, que más acá es beige por la arena y más allá verde y turquesa hasta confundirse con el azul, y ya no se ven, a pesar de la transparencia de las olas, los colores de las partes inferiores de sus bikinis. Para nuestra sorpresa, dos más aparecen por el mismo lugar del que provinieron las anteriores. No advertimos que forman parte del grupo hasta que dejan sus pertenencias junto con las del resto. Un grito, que es interpretado como un saludo de felicidad o, más bien, de alegría, se oye desde el mar, aunque no se sepa a ciencia cierta cuál de todas lo profirió. Ahora son nueve; el número continúa siendo impar. Resulta matemáticamente conveniente, ya que nosotros somos tres, un número divisor de nueve. Sin embargo, eso lo pensamos y no lo decimos, porque sabemos que en la playa, a esa hora, con tantos espectadores y algunos intentando volverse protagonistas, no va a ocurrir nada. Ahora, la situación ha cambiado sustancialmente y amerita una nueva foto. La encargada de sacarla se resbala peligrosamente, lo cual hace que su cuerpo reaccione por actos reflejos, salvando, primero, lo más preciado que posee: su celular. El bien es rescatado a tiempo, sin mayores percances, y es intercambiado por una cámara go pro, profesional, sumergible, adecuada para situaciones como estas. Al haber aumentado el número de cuerpos y ser más difícil de manipular la cámara go pro, profesional, sumergible, adecuada para situaciones como estas, es necesario el aditamento conocido como selfie stick. El propósito de ambos, cámara y palo, no se hace esperar y las chicas vuelven a su objetivo principal, prefiriendo mantener, así, el recuerdo de una pose o de una interpretación forzada antes que el de una vivencia real y arriesgadamente, quizás, más genuina.

martes, 31 de enero de 2017

La Firmeza.

Como su nombre lo indica, en aquél pueblo de Santiago todo permanece erguido, recto, alzado, rígido, firme. Las humildes casas de ladrillo y material, si bien parecen destartalarse por el correr de los años, no ceden a los terrosos vientos cálidos ni a las amenazadoras lluvias traicioneras. Los árboles, de enclenques troncos y raíces de dudosa extensión, gozan de una extraña verticalidad nunca antes vista por sus primos urbanos, que prefieren la oblicuidad para competir con los imponentes rascacielos. Los animales rara vez se dejan arrastrar por el recalcitrante placer de las siestas tardías y los hombres y mujeres prefieren la contemplación del paisaje a la sombra de alguna construcción mientras mantienen las manos y las bocas ocupadas con mates dulces y tortillas. Sólo los más jóvenes ansían la compañía numerosa de sus pares para jugar largas jornadas de fútbol al mejor estilo del potrero, como quien se burla del poderoso Febo ostentando una efímera adolescencia. Es que, para poder tener contacto con otro ser humano que no pertenezca al núcleo familiar, las gentes del pueblo deben recorrer kilómetros y kilómetros de empolvadas carreteras de arena desértica y, aun así, el lugar sólo está compuesto por unas veintitantas familias.
El punto de reunión predilecto es la escuela municipal Nº 1005, que cuenta hasta el momento con primaria y un salón destinado para el jardín maternal que todavía no ha sido estrenado por ninguna generación de infantes. Los chicos más afortunados logran llegar a clases por medio de motos adaptadas para resistir el terreno hostil; los menos, caminan cabizbajos la distancia que sea necesaria por el monótono paisaje santiagueño sin siquiera chistar. Pocos son los que logran continuar sus vidas en la pequeña ciudad de Monte Quemado; algunos consiguen adaptarse a la ajetreada y perniciosa vida de Buenos Aires, pero a un costo muy alto.
Las raíces en La Firmeza son superficiales pero sólidas: respeto por la propiedad ajena, amor por la familia, solidaridad hacia los extraños, esfuerzo en el trabajo, conmiseración para los difuntos y obediencia hacia los maestros. La forma de vida allí no ha sido modificada en gran medida por los avances tecnológicos, ya que las señales telefónicas no consiguen penetrar en el monte. Pocas casas cuentan con televisión por cable que apenas es utilizada para presenciar los partidos de fútbol. La mayor fuente de información corresponde a las radios cuya única emisora proviene de la ciudad.
Cuando no se escucha el metálico sonido de los aparatos de radiodifusión, las voces de los animales ocupan el espacioso silencio. Vacas, toros, burros, cerdos, cabras, ovejas y gallinas erran libremente por la zona; cada uno sabe volver a su paraje y extraña vez se pierden o desaparecen por la gracia de algún oportunista. La otra fuente de sustento asegurado es, sin lugar a dudas, la tala de quebracho, guayacán y mistol, entre otros carbones vegetales, para los cuales el clima y el suelo son propensos. La agricultura, por el contrario, no es una empresa confiable, ya que el bien más preciado del cual carecen los habitantes es el agua, en especial la potable.
La obtención de agua es lo que vuelve más rudimentario el modo de vida en La Firmeza. Por supuesto que la falta de manutención de las rutas de arena fina y tierra seca demora el traslado de la ciudad al pueblo y viceversa; pero ni siquiera la falta de luz eléctrica resulta tan perjudicial ni conlleva tantos contratiempos como la escasez de agua. Las personas disponen de lo suficiente como para beber y preparar los alimentos, pero el aseo y la higiene permanecen relegados a un segundo y hasta un tercer plano. De esto se desprende que el nivel de mortalidad del pueblo sea relativamente alto a pesar de ser longevo. Ningún profesional vive en La Firmeza y todo depende de los recursos personales, la capacidad de traslado y la gracia divina.
Fue allí que un grupo de misioneros, entre alumnos y docentes de una escuela de Buenos Aires como cualquier otra, fuimos a parar por una semana con el fin de ayudar y contribuir en todo lo que estuviera a nuestro alcance. Nos recibió una finísima cruz estacada en el suelo, incapaz de sostener a ningún mártir. Esa cruz resultó ser más firme que la voluntad de los recién llegados que fuimos embestidos por el modo de vida, las historias y la bondad de aquella gente. ¿Qué podíamos hacer frente a aquél paisaje, desolador para nosotros, pero habitual para ellos? Sujetos que desconocíamos la falta de luz, de agua, de higiene, de paredes para vivir, de camas para dormir, de duchas para bañarnos, íbamos con la esperanza de hacer un bien a esas personas con tan solo algunos víveres, ropa y una semana de tiempo. Pero el daño más grave no lo profirió la impotencia, sino la fraternidad de los habitantes de La Firmeza. Sin moverse de sus hogares, sin cambiar su actitud, sólo siendo quienes realmente son, lograron misionar en nuestros corazones por una semana más de lo que nosotros podríamos haberlos ayudado en toda una vida de esmero y entrega. Ahí, descubrí, radica el poder de La Firmeza: el de demoler espíritus, sensibilidades, mitos, presupuestos, falsos ideales.

domingo, 29 de enero de 2017

Hemisferios.

Pintas paisajes de nube con las manos;
tu lienzo son el cielo y el río,
tus colores las aves y el rocío.

Trazas biciclos surcos en mi cabeza.
Pensamientos que callan nuestros dedos entrelazados
embelesan mi mente con juegos prohibidos.

Si escribo al son en que compones tus compases,
no me cabe duda:
                             a vos te sobran alas y a mí razones para volar contigo.