para M. M.
Dos actores, voces de fondo.
La mesa de un bar los separa por centímetros, que se vuelven
milímetros, que se vuelven un accidente sin importancia.
Miradas, gestos, contactos.
Ambos pronuncian palabras de arte que se convierten en música para los
oídos.
Lecturas previas, confesiones intermedias, algo fuera de los planes.
Ella se pierde en sus monólogos; él, en su performance. Y la madrugada los toma desprevenidos.
Luz tenue, algunos borrachines. Para ellos ya no existe otra cosa que
una mesa-lienzo sobre la cual las manos planean estrategias para encontrarse.
De repente, llega un mozo. Les pide amablemente que se retiren,
preludiando el fin del primer acto.
Telón.
Segundo acto. Una callecita poco transitada. Autos en fila.
Ella no se atreve a entrar; él no se atreve a abrir.
Como una bailarina galáctica comienza a orbitar a su alrededor, pero
él detiene su lunático devenir. La toma, la enrosca y la toma por fin.
Miradas cómplices, labios curiosos, delirios nerviosos.
Desvarían un poco hasta perderse tras bambalinas.
Ellos se ocultan; la calle queda desértica.
The show must go on.
Fin del simulacro.
Él se quita su máscara dionisíaca; ella, sus medias arlequinescas.
Ambos intérpretes se desmaquillan a cálidos besos, desvestuarizan sus
almas.
No hay guion al cual atenerse, ni director que los dirija.
Son sólo ellos, improvisando la más bella de las tragicomedias que
pudieran haberse inventado.
Escriben diálogos murmurados, acotaciones microscópicas para una
escena que parece no querer acabar.
El happening concluye tras
las primeras gotas de sol, pero se extiende un poco más de lo esperado. Los
dramaturgos se resisten a detenerse.
Artistas de la pasión, ditirambos de inspiración.
Se despiden, con la promesa de un nuevo ensayo, para dar comienzo a
una obra que está próxima a estrenarse.
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