Abrí los ojos y bostecé. Me di cuenta que por
la noche había tirado a Silvina de la cama. La agarré con cariño, le pasé la
mano para quitarle cualquier rastro de tierra y la dejé de mi lado para
encontrarla allí nuevamente por la noche. Me llamó la atención que Joaquín no
me hubiera despertado y atribuí ese despertar natural como un buen augurio para
el comienzo de mi día.
Mientras me cepillaba los dientes pensaba qué
iba a desayunar. Siempre me despierto con el tiempo justo para ir al baño y
cambiarme, pero como ese día me levanté más temprano de lo normal decidí comer
algo antes de salir. Esteban me facilitó las tostadas; sin él tendría que usar
el horno y correr el riesgo de que se me queme el pan.
Me senté en la mesa y vi del otro lado a
Amalia. Imposible no sonreír. Vi en ella a la joven de la cual me había
enamorado hacía ya cincuenta años, vi uno de nuestros veranos en San Bernardo,
vi el viento revolviendo su hermoso pelo lacio y sus ojitos entrecerrados con
miedo a que les entrara arena. Omar me avisó que el agua estaba lista y tomé de
Cristina un té con leche.
No me entretuve más, tenía miedo de perder el
tren; fui hasta la puerta y Vanesa me cubrió el cuello. Entonces, cuando puse
la llave en la cerradura de la puerta, comencé a llorar, porque me di cuenta de
que nunca más volvería a verlos de nuevo.
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