No
diré nada. Aquél que espere encontrar algo esclarecedor en las páginas que
siguen puede ir retirándose. No diré ni una palabra, y no es porque no pueda,
sino porque no es conveniente. No diré que el 27 de mayo desayuné como de
costumbre un cortado con dos medialunas (una de grasa y otra de manteca) a las
9.15 en el café Martínez de la vuelta de mi casa. No diré que fui con mi
notebook, chequeé mi correo y esperé a que la bebida se enfriara un poco para
tomarla. Tampoco diré que pagué con un billete de cincuenta ni que dejé dos
pesos de propina, o sea, dos pesos más de lo habitual. Podrán creer en lo que
diga el mozo, pero es su palabra contra mi silencio.
Algunos dirán que me vieron correr hacia el cajero automático y de allí
a mi departamento, pero yo exijo las pruebas; los testigos también pueden
mentir. Pero nadie podrá confirmar lo que sucedió después; nadie excepto yo,
que no diré nada. No diré que ese día le di franco a la mujer de la limpieza;
no diré que llamé al trabajo para avisar que no iría aunque quizás haya
registro de mi inasistencia; no diré que hice tiempo hasta que Helena llegó a
casa a las tres de la tarde.
Muchos
amigos y familiares insinuarán que nuestra relación fue intensa y prometedora,
pero esas fueron solo apariencias. No diré cómo conocí a Helena, que cinco meses
atrás nos topamos en un bar de Necochea ni que pegamos onda y seguimos la
relación una vez terminadas las vacaciones. No diré que a los tres meses se
mudó conmigo; no diré que lo único que sabía cocinar era arroz y fideos ni diré
la frecuencia con la que hacíamos el amor. Sólo diré que el 28 de mayo la policía
encontró el cuerpo de Helena apuñalado en nuestra cama luego de recibir un
llamado de la señora de la limpieza. Esos son hechos, y los hechos no pueden
ser refutados.
Los
diarios del 29 relatan muy bien el peritaje, las condiciones en las que se
encontraba el cuerpo, las reflexiones que hizo el perito presente en la escena
del crimen e incluso pude ver una foto muy bonita de mi balcón en uno de estos.
Pero los diarios no dicen lo que me hizo la policía, y yo tampoco lo diré. No
diré que me fueron a buscar al trabajo; ni que me llevaron a la comisaría; ni
que me interrogaron durante cuatro horas; ni que me mostraron el arma del
homicidio que habían encontrado entre los cuchillos de la cocina bien limpia y
a la vista. No diré lo que les dije, ya que no les dije nada.
Es lógico
que al ser el único sospechoso me haya pasado la noche ahí, pero no lo
confirmaré. No diré que me recosté en el piso de mi celda ni que recordé lo
sucedido el día anterior. No diré que había disuelto pastillas para dormir en
el jugo de Helena, que esperé a que se durmiera, que me quedé mirándola fijo por
una hora para asegurarme de que estuviera bien dormida, que me dirigí a la
cocina para tomar un cuchillo, que volví a la habitación y que la apuñalé hasta
el cansancio. No diré que me senté en la cama, la extrañé un rato y lloré
desconsoladamente. No diré que a las pocas horas resolví dormir en el sillón y
levantarme al otro día como si fuera uno normal.
Para
los curiosos que están interesados en conocer los motivos del crimen lamento
informarles que no me encuentro en condiciones de informarles cuáles fueron. No
les diré que hará cosa de dos semanas recibí un llamado anónimo que me informó
que Helena se estaba viendo con otro tipo dos y hasta tres veces por semana, que
a veces se veían en su casa pero la mayor de las veces se encontraban en la
plaza de la estación
Olivos. No les diré que esa llamada me bastó
para desconfiar de Helena ni que tardé sólo dos días para corroborar su traición.
No diré cómo me sentí durante los pocos días de convivencia después de descubrir
el fraude. No diré que ella mereció aquel castigo más de lo que yo merezco
este. No diré absolutamente nada, porque ya lo estoy diciendo.
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