domingo, 7 de abril de 2013

La confesión.


  No diré nada. Aquél que espere encontrar algo esclarecedor en las páginas que siguen puede ir retirándose. No diré ni una palabra, y no es porque no pueda, sino porque no es conveniente. No diré que el 27 de mayo desayuné como de costumbre un cortado con dos medialunas (una de grasa y otra de manteca) a las 9.15 en el café Martínez de la vuelta de mi casa. No diré que fui con mi notebook, chequeé mi correo y esperé a que la bebida se enfriara un poco para tomarla. Tampoco diré que pagué con un billete de cincuenta ni que dejé dos pesos de propina, o sea, dos pesos más de lo habitual. Podrán creer en lo que diga el mozo, pero es su palabra contra mi silencio.
  Algunos dirán que me vieron correr hacia el cajero automático y de allí a mi departamento, pero yo exijo las pruebas; los testigos también pueden mentir. Pero nadie podrá confirmar lo que sucedió después; nadie excepto yo, que no diré nada. No diré que ese día le di franco a la mujer de la limpieza; no diré que llamé al trabajo para avisar que no iría aunque quizás haya registro de mi inasistencia; no diré que hice tiempo hasta que Helena llegó a casa a las tres de la tarde.
  Muchos amigos y familiares insinuarán que nuestra relación fue intensa y prometedora, pero esas fueron solo apariencias. No diré cómo conocí a Helena, que cinco meses atrás nos topamos en un bar de Necochea ni que pegamos onda y seguimos la relación una vez terminadas las vacaciones. No diré que a los tres meses se mudó conmigo; no diré que lo único que sabía cocinar era arroz y fideos ni diré la frecuencia con la que hacíamos el amor. Sólo diré que el 28 de mayo la policía encontró el cuerpo de Helena apuñalado en nuestra cama luego de recibir un llamado de la señora de la limpieza. Esos son hechos, y los hechos no pueden ser refutados.
  Los diarios del 29 relatan muy bien el peritaje, las condiciones en las que se encontraba el cuerpo, las reflexiones que hizo el perito presente en la escena del crimen e incluso pude ver una foto muy bonita de mi balcón en uno de estos. Pero los diarios no dicen lo que me hizo la policía, y yo tampoco lo diré. No diré que me fueron a buscar al trabajo; ni que me llevaron a la comisaría; ni que me interrogaron durante cuatro horas; ni que me mostraron el arma del homicidio que habían encontrado entre los cuchillos de la cocina bien limpia y a la vista. No diré lo que les dije, ya que no les dije nada.
  Es lógico que al ser el único sospechoso me haya pasado la noche ahí, pero no lo confirmaré. No diré que me recosté en el piso de mi celda ni que recordé lo sucedido el día anterior. No diré que había disuelto pastillas para dormir en el jugo de Helena, que esperé a que se durmiera, que me quedé mirándola fijo por una hora para asegurarme de que estuviera bien dormida, que me dirigí a la cocina para tomar un cuchillo, que volví a la habitación y que la apuñalé hasta el cansancio. No diré que me senté en la cama, la extrañé un rato y lloré desconsoladamente. No diré que a las pocas horas resolví dormir en el sillón y levantarme al otro día como si fuera uno normal.
  Para los curiosos que están interesados en conocer los motivos del crimen lamento informarles que no me encuentro en condiciones de informarles cuáles fueron. No les diré que hará cosa de dos semanas recibí un llamado anónimo que me informó que Helena se estaba viendo con otro tipo dos y hasta tres veces por semana, que a veces se veían en su casa pero la mayor de las veces se encontraban en la plaza de la estación
Olivos. No les diré que esa llamada me bastó para desconfiar de Helena ni que tardé sólo dos días para corroborar su traición. No diré cómo me sentí durante los pocos días de convivencia después de descubrir el fraude. No diré que ella mereció aquel castigo más de lo que yo merezco este. No diré absolutamente nada, porque ya lo estoy diciendo.

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