A Luis Fuente
Durante el
segundo cuatrimestre de dos mil catorce, es decir, durante el período que
abarca los meses agosto a diciembre aproximadamente, llegó desde el primer
mundo un estudiante español, interesado por la literatura argentina del siglo
XX. La disponibilidad horaria, la oferta de materias y sus intereses lo
obligaron a cursar Teoría y análisis literario y dos seminarios.
El destino, que
es cruel, lo ligó desde chico a esta región alejada de la Historia del Mundo. A
una temprana edad se le advirtió el desprendimiento de una de sus retinas y la
progresiva precariedad y disminución de su visión. El tema de la ceguera
atravesará toda su poética y sentirá un gran afecto por el tímido escritor
nacional erudito, también no vidente, ganador del premio Cervantes.
Lo conocí,
entonces, en un seminario sobre transgenericidad. Yo estaba a un año y medio de
terminar la carrera, mientras que él, un año menor que yo, la terminaba ese
mismo año. No importa, este no es espacio para quejarse sobre la extensión de
las carreras de la Universidad Pública.
Fueron
necesarias sólo dos palabras, dos intervenciones, para que él y yo, junto con
otro grupo de compañeras, conformáramos el cuerpo crítico del seminario, ya
que, si hubiera sido por el resto de los inscriptos, de eso habría resultado
tan sólo un monólogo.
Dejaré nuestras charlas a un lado y guardaré nuestras cervezas para otro momento. Lo que me importa aquí es otro hecho, mucho más curioso y misterioso.
Dejaré nuestras charlas a un lado y guardaré nuestras cervezas para otro momento. Lo que me importa aquí es otro hecho, mucho más curioso y misterioso.
Él era
escritor; yo, también. Típico de estudiante de Filología y de Letras,
respectivamente. Él escribía en una libreta de cuero negro de tapa blanda,
hojas amarillentas, letra cursiva, aplastada, espaciosa, casi un trazo, siempre
con tinta también negra. Yo, al contrario, continúo siendo terriblemente
económico. Letra compacta, escurridiza, aprovechando al máximo todos los
espacios disponibles, pero también siendo extremadamente ordenado hasta el
hartazgo; incluso esto lo estoy escribiendo en cinco o seis páginas diferentes.
Mi libreta, un
regalo de cumpleaños de una amiga del secundario que todavía no había aprendido
a encuadernar y debió comprarla a las afueras de la Facultad de Arquitectura,
Diseño e Indumentaria, contiene tres tiras de colores a modo de separadores,
lomo y contratapa negros, un elástico rojo que oficia de cierre y, en la tapa,
una porción de un mapa físico y político de España.
Como decía, en
una de tantas clases saqué mi cuaderno para anotar algo (una idea, una
intuición, un pensamiento). Mi colega, por aquel entonces, y ahora amigo vio
con asombro mi libreta y no pudo sino pedírmela para inspeccionarla. Allí
estaba. A cientos de miles de kilómetros vino a dar con un mapa de su tierra
natal donde, justamente, se anunciaba el triángulo que delimitaba su hogar.
Hurgó en su bolsillo hasta encontrar su lapicera negra, me miró y, con la mirada
sostenida, me pidió permiso.
-Adelante
-contesté a una pregunta que nadie había formulado.
En la esquina
superior derecha de mi cuaderno, entre los nombres de Peñafiel, Cuéllar y
Boceguillas, escribió el nombre de Valtiendas. Esa profanación aún perdura en
la tapa de este cuaderno y la atesoro como si fuera el primer día.
Cuántas veces
nos alejamos de casa, conocemos culturas y modos de vida distantes, para,
finalmente, reencontrarnos con el sitio que nos vio nacer y florecer. Una vez,
un español encontró su hogar en un cuaderno en Argentina; yo ahora encuentro el
Delta en el Paraná. ¿Qué o quién me asegura que, el día que parta nuevamente,
no encuentre a mi Tigre en un cuadro de París, una baldosa de Bruselas, un
edificio de Nueva York, una estatua de Tokio o una pirámide de México? El
conocimiento de tan solo uno de los símbolos de Dios implica la comprensión del
resto de la totalidad. Quizás, en alguna parte del globo, él esté esperando
para que lo encuentre.
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