miércoles, 15 de junio de 2016

Lejanías.

A Luis Fuente

Durante el segundo cuatrimestre de dos mil catorce, es decir, durante el período que abarca los meses agosto a diciembre aproximadamente, llegó desde el primer mundo un estudiante español, interesado por la literatura argentina del siglo XX. La disponibilidad horaria, la oferta de materias y sus intereses lo obligaron a cursar Teoría y análisis literario y dos seminarios.
El destino, que es cruel, lo ligó desde chico a esta región alejada de la Historia del Mundo. A una temprana edad se le advirtió el desprendimiento de una de sus retinas y la progresiva precariedad y disminución de su visión. El tema de la ceguera atravesará toda su poética y sentirá un gran afecto por el tímido escritor nacional erudito, también no vidente, ganador del premio Cervantes. 
Lo conocí, entonces, en un seminario sobre transgenericidad. Yo estaba a un año y medio de terminar la carrera, mientras que él, un año menor que yo, la terminaba ese mismo año. No importa, este no es espacio para quejarse sobre la extensión de las carreras de la Universidad Pública.
Fueron necesarias sólo dos palabras, dos intervenciones, para que él y yo, junto con otro grupo de compañeras, conformáramos el cuerpo crítico del seminario, ya que, si hubiera sido por el resto de los inscriptos, de eso habría resultado tan sólo un monólogo.
Dejaré nuestras charlas a un lado y guardaré nuestras cervezas para otro momento. Lo que me importa aquí es otro hecho, mucho más curioso y misterioso.
Él era escritor; yo, también. Típico de estudiante de Filología y de Letras, respectivamente. Él escribía en una libreta de cuero negro de tapa blanda, hojas amarillentas, letra cursiva, aplastada, espaciosa, casi un trazo, siempre con tinta también negra. Yo, al contrario, continúo siendo terriblemente económico. Letra compacta, escurridiza, aprovechando al máximo todos los espacios disponibles, pero también siendo extremadamente ordenado hasta el hartazgo; incluso esto lo estoy escribiendo en cinco o seis páginas diferentes.
Mi libreta, un regalo de cumpleaños de una amiga del secundario que todavía no había aprendido a encuadernar y debió comprarla a las afueras de la Facultad de Arquitectura, Diseño e Indumentaria, contiene tres tiras de colores a modo de separadores, lomo y contratapa negros, un elástico rojo que oficia de cierre y, en la tapa, una porción de un mapa físico y político de España.
Como decía, en una de tantas clases saqué mi cuaderno para anotar algo (una idea, una intuición, un pensamiento). Mi colega, por aquel entonces, y ahora amigo vio con asombro mi libreta y no pudo sino pedírmela para inspeccionarla. Allí estaba. A cientos de miles de kilómetros vino a dar con un mapa de su tierra natal donde, justamente, se anunciaba el triángulo que delimitaba su hogar. Hurgó en su bolsillo hasta encontrar su lapicera negra, me miró y, con la mirada sostenida, me pidió permiso.
-Adelante -contesté a una pregunta que nadie había formulado.
En la esquina superior derecha de mi cuaderno, entre los nombres de Peñafiel, Cuéllar y Boceguillas, escribió el nombre de Valtiendas. Esa profanación aún perdura en la tapa de este cuaderno y la atesoro como si fuera el primer día.
Cuántas veces nos alejamos de casa, conocemos culturas y modos de vida distantes, para, finalmente, reencontrarnos con el sitio que nos vio nacer y florecer. Una vez, un español encontró su hogar en un cuaderno en Argentina; yo ahora encuentro el Delta en el Paraná. ¿Qué o quién me asegura que, el día que parta nuevamente, no encuentre a mi Tigre en un cuadro de París, una baldosa de Bruselas, un edificio de Nueva York, una estatua de Tokio o una pirámide de México? El conocimiento de tan solo uno de los símbolos de Dios implica la comprensión del resto de la totalidad. Quizás, en alguna parte del globo, él esté esperando para que lo encuentre.

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