miércoles, 12 de agosto de 2015

Los Hombres de la Bolsa.

¿Es posible escribir un relato sobre la nada? No, mejor reformulo mi pregunta: ¿es posible escribir un relato sobre el vacío? Sí, mucho mejor. Quiero decir, un relato sobre la nada sería absurdo, porque la nada es un concepto definible pero irrepresentable; es decir, cualquier intento de representar la nada iría en contra del concepto de nada. Incluso la página en blanco es “algo”: es silencio o acumulación infinita de ruidos o sentidos o como quieran llamarlo. No, representar la nada es imposible, o sea, es irrepresentable. A la nada me refiero.
En cambio el vacío, ¡oh, divino vacío! Cuántas facilidades y beneficios traen tu representación. ¿Y por qué digo esto? Porque el vacío siempre (¡SIEMPRE!) hace referencia al contenido y nunca a la forma. Esto es muy sencillo de demostrar, y más aún de explicar, y sería todavía muchísimo más fácil de graficar, pero no me tomaré esa última molestia porque soy pésimo dibujante. Por el contrario, soy muy bueno explicando. Explicar es una de mis pasiones, incluso explicar cosas sobres las cuales no tengo ni la más remota idea. Por ejemplo, cómo funcionan los caloventores o por qué los relojes de los celulares siguen funcionando a pesar de no disponer de una gota de energía en sus baterías. Pero nos estamos yendo por la tangente, volvamos a lo que nos compete.
Una forma jamás (ja-más) puede ser vacía; sí, paradójicamente, puede estar vacía, lo cual no es lo mismo -no es soplar y hacer botella- salvo en el Inglés y en otras lenguas como el Francés donde “ser” y “estar”, a mi entender, comparten el mismo verbo: “to be” (esto en el caso del Inglés, por supuesto). Pero pocos se han encargado de profundizar en el asunto y muchos menos se han detenido a problematizarlo. Tomemos por caso la famosa frase de Shakespeare en Hamlet que es repetida hasta el hartazgo: “To be, or not to be, I there's the point” o “To be, or not to be, that is the question” o “To be, or not to be, that is the Question”, porque, para aquellos que no estaban al tanto, existieron tres versiones de la famosa frase: la primera versión cuyo segundo hemistiquio cambia drásticamente con respecto a la segunda y a la tercera, las cuales sólo varían en una mayúscula. Pero creo que me estoy alejando nuevamente del punto. Retomando, la famosa frase del soliloquio del príncipe Hamlet es traducida y parafraseada como “Ser o no ser, he aquí la cuestión” o “el asunto” o “el problema” o “la mar en coche”. Mientras que todos hacen hincapié en “the question” nadie se pregunta tristemente por el verbo “to be”. ¿Tan obvio puede ser el hecho de que “to be” deba traducirse por “ser” y no por “estar”? ¿Qué ocurriría si, luego de siglos y siglos de haber traducido “ser” en lugar de “estar”, alguien (un pelafustán sin duda alguna) encontrara un papelote firmado por Shakespeare u algún otro que se hiciera pasar por él donde aclarara para las futuras generaciones que ese “to be” debe ser entendido como lugar y no como esencia? La traducción quedaría algo asi como: “Estar o no estar, he aquí la cuestión” o “el asunto” o “el problema” o “la mar en coche” como ya dije. Y el resto a nadie le importa, porque lo único que recuerda el populacho es el primer verso y gracias, a otra cosa.
Como les iba diciendo. Tema: la forma. Bien, toda forma puede estar vacía mas no así serlo. “¿Cómo es esto posible, profesor?”, me dirán. Pues bien, es muy sencillo. La forma es una figura bidimensional (en el caso de que estuviera proyectada sobre dos dimensiones) y tridimensional (si lo estuviera en tres), pero en dicho caso ya no recibiría el nombre de figura sino el de cuerpo. Para el caso nos da lo mismo, incluso podríamos agregar más dimensiones de resultarle incómodo a los lectores disconformes. Continuando, toda forma consta mínima o máximamente de un grosor, sin el cual no existiría. Piénsese dicho grosor en las medidas, masas, pesos y volúmenes que se deseen, pero, de no existir cierto grosor que forme -valga la redundancia- la forma, ésta[1] no existiría. Pongamos por caso un buque o una caja. ¿En qué se asemejan ambos? En que los dos, uno y otro, tienen forma. ¿Forma de qué? De buque el primero y de caja el segundo. Ahora bien, en tanto que el buque y la caja tienen forma de lo que son, en cuanto a contenido están vacíos de algo.
A esta altura podría reprochárseme que ambos contienen aire; a esos los miro directo a los ojos y los hecho a patadas de… de… la lectura, supongo. Así que esos que me reprochan aire están invitados a abandonar la lectura y a volver cuando se les hayan bajado los humos de viveza. Porque acá estamos intentando hablar seriamente, en términos y con mecanismos científicos. Y la ciencia, como se sabe, trabaja con condiciones ideales previamente pautadas por el o los científicos y yo pauto desde ahora que el aire no existe para el buque ni para la caja ni para todos los presentes aquí. No obstante, los lectores recuerden respirar de vez en cuando.
Como decía, aunque a esta altura del discurso ya podría incluirlos también. Pues como íbamos diciendo, la forma necesita necesariamente de cierta esencia para existir; mientras que el contenido es algo accesorio, casi diría accidental. De allí se desprende que sea posible concebir un relato sobre y acerca del vacío. Más aún, me atrevería… nos atreveríamos a decir que es completa y fácticamente viable e incluso ne-ce-sa-rio construir una poética o estética (dejo la elección del término a cargo de los lectores) del vacío.
Vacío, reiteramos, entendido como pura forma sin contenido, es decir, sin aire ni nada que se le parezca, porque existen muchas cosas similares al aire. Pero entonces habríamos de preguntarnos qué debe entenderse por “vacío”. Es hora, pues, de esbozar una definición aproximada de lo que los lectores y yo entendemos por dicho término, definición que, como es de esperarse, irá reformulándose hasta alcanzar una forma casi perfecta al final de esta demostración para dejar en vergüenza absoluta todo lo anteriormente dicho, lo cual hará pensar a los lectores (mas no a mí) que han perdido su valioso tiempo leyendo una sarta de confusas premisas y reflexiones en lugar de haberse dirigido directamente a la última oración del último párrafo de la última página de estos papeles.
Veamos entonces. Vacío, primera definición: la que se encuentra en los diccionarios, cosa que no me molestaré en transcribir para no facilitarle la tarea al lector. Vacío, segunda definición: suma de todas las cosas que vinimos diciendo hasta este punto sobre el mismo. Vacío, tercera definición: método más efectivo y fidedigno de representar la nada y que aún no es lo suficientemente adecuado para hacerlo, como si de una asíntota matemática se tratara. Entonces, recapitulando, el vacío es el modo más certero aunque fútil que tiene el ser humano para encarar una representación perfecta en su imperfección sobre la nada. Pero, como el vacío no alcanza a ser nada, donde hubo fuego, cenizas quedan. Es momento, quizás, de ampliar esto que vengo diciendo (sí, el crédito es mío; además, la escritura en coautoría me resulta insostenible) con un ejemplo.
Supongamos la existencia, en el mundo real de la ficción, de un sujeto X o Y (K no ha de ser porque alguien ya ha usurpado con creces dicha letra). Para no ser calificado de descorazonado pongámosle por nombre Anodino y por apellido… bueno, dudo que existan muchos Anodinos en el globo como para confundirlo con otros. En fin, ya tenemos a nuestro sujeto de pruebas… digo, protagonista; mejor sujeto a secas, si quiere ocupar el rol de protagonista deberá ganárselo. Será a partir de él que no solo propondré, sino que también demostraré con absoluto éxito la posibilidad de confeccionar una literatura dedicada enteramente a la temática y problematización del vacío entendido en términos estéticos. Mi Anodino no será menos que otra Macabea, otra Alina Reyes, otra Olimpia; curiosamente, quizás sea el primero de una larga lista de casos masculinos en contribuir a dilucidar esta cuestión del vacío en la literatura hasta que por fin triunfe la imposibilidad de representar la nada misma, ¡la forma sobre el no-contenido!
Entonces, está este individuo llamado Anodino, hijo de un hombre que vivió toda su vida mucho antes de que se le acabara y que a la edad de cuarenta años no salía de su cama más por parásito que por parapléjico y de una mujer que inyectaba sus tímpanos con música, sus corneas con novelones y su cuerpo con cremas humectantes y trabajo, y que únicamente descansó durante las pocas horas previas y posteriores al trabajo (¡más trabajo!) de parto.
Todos los hombres tienen derecho a un pasado. El de Anodino pasó rápidamente sin muchos sobresaltos. Se egresó del colegio secundario; adquirió el título de perito mercantil, aunque sus conocimientos y habilidades siempre estuvieron por debajo del grueso de sus compañeros. Este hecho le permitió transitar por numerosos pequeños trabajos de escasa remuneración dentro de los cuales nunca tuvo la posibilidad, ni siquiera remota, de ascender o escalar. Ya a los veintitantos años de edad debió empaquetar sus sueños de grandeza (si es que alguna vez los tuvo) y hacerse cargo del negocio de su padre quien, como ya se vio, quedó imposibilitado de continuar con su labor.
El local, ubicado estratégicamente en pleno centro de la ciudad, exponía en la fachada un cartel despintado por la diaria confrontación con el sol en el cual, con un poco de esmero, aún podían leerse las palabras “EL COMERCIO DE LA BOLSA”. No hay que ser un Einstein para comprender a cuento de qué venía ese nombre tan poco marketinero. Anodino era el patrón y el único empleado del local. Cumplía las funciones de cajero, encargado, contador, repositor y hombre de la limpieza, básicamente todos los cargos que el oficio de un vendedor de bolsas puede ocupar. No nos detengamos en el inventario completo de los productos disponibles y a la venta que había en el local, simplemente digamos que Anodino y su familia vendieron, venden y venderán bolsas hasta el final de sus vidas y que el único propósito que una bolsa persigue, sea del tipo que sea, es contener algo.
Pasemos ahora a realizar una descripción introspectiva de Anodino. Como el lector podrá inferir, un hombre como Anodino no puede sino ser menos que un hombre. Su vida se reduce a la expresión “de casa al trabajo y del trabajo a casa”. Sí, por supuesto, tiene su grupo de amigos; sí, por supuesto, ha tenido pareja o algún encuentro sexual (¡orden, orden en la sala!) fortuito en algún momento también fortuito de su vida. Pero lo importante es el presente y nada más que eso, right now. Anodino trabaja ocho horas diarias, duerme ocho horas diarias y utiliza las otras ocho horas diarias para comer, acicalarse, intercambiar opiniones con sus pares y caminar de un sitio hacia el otro. Este es uno de los pocos puntos a favor en la vida de Anodino quien jamás desaprovechó ninguna oportunidad de ejercitar sus piernas. Del trabajo a su hogar hay exactamente cuarenta y tres minutos a paso de hombre (cuarenta y ocho si los semáforos le juegan en contra a uno); de esto se desprende que su sistema cardiovascular no corre ningún riesgo de sufrir un infarto o cualquier otro tipo de contratiempo. Pero prosigamos, que ya bastante tedioso es dedicarle tanto tiempo a un ser banal por donde se lo vea.
El hecho es que Anodino no se interesa por nada, no piensa en nada, está, como se dice, vacío por dentro. No siente, no especula, no tiene hobbies, ni favoritismos, ni preferencias. Es el perfecto cascarón de un ser humano, sin clara ni yema. Cualquier conversación que alguien pudiera entablar con él sería poco productiva, por no decir espantosamente aburrida e inconsistente. Anodino es de esos sujetos que realiza el menor de los esfuerzos posibles para así acumular la mayor cantidad de energía. Para qué un individuo como éste querría guardar fuerzas es otro asunto que no nos compete, habría que preguntárselo a él que, por ser solo un ser de papel producto de una verdadera imaginación humana, no sabría responder. Anodino actúa sin razonar, hace sin reprochar, es un autómata, un robot, mezcla de hombre y máquina, lo que se dice un androide, pero sin todos los beneficios ni la parafernalia de uno.
Un día con condiciones climáticas favorables (un día cualquiera dentro de la vida de esta piltrafa humana), mientras Anodino se mantiene… ¿meditabundo? No, no sería propio de él… ¿pensativo? No, hemos dicho que no piensa; en fin, postrado sobre el mostrador. Un día cualquiera en cualquier época del año mientras Anodino se mantiene postrado sobre el mostrador, vislumbra por la vidriera, que se encuentra a una distancia considerablemente cerca como para ver qué es lo que está acaeciendo en el mundo exterior, a un hombre; un hombre sucio, roñoso, mugriento, ennegrecido por años de convivir con la basura y de dormir en las calles bajo las condiciones más adversas y desfavorables que uno se pueda imaginar. Lo que la gente corriente rotularía bajo el título de vagabundo o indigente, y algunos aún más cizañeros lo llamarían peyorativamente linyera, croto o pordiosero. Este hombre, dicho sea de paso, es claramente un “hombre de la calle” con todos los rasgos que conforman a los de su especie: el mal olor, la vestimenta andrajosa, la boca desdentada y podrida, los pies desnudos, las uñas largas, la piel oscura quemada por el sol y el frío, los cabellos largos que se confunden entre el blanco de las canas y el negro de vaya-uno-a-saber-qué. En fin. Eso, no se diga más.
Anodino divisó al… señor indigente que estaba revisando un volquete perteneciente a alguno de los locales vecinos, pero que Anodino muy amablemente permitió que lo depositaran -dentro de un período de tiempo razonable- frente a su local. Anodino fijó su mirada sobre este hombre un buen rato mientras escudriñaba en los escombros. Casi imperceptiblemente, el hombre sacó algo del volquete (un objeto o más bien un pedazo de un todo) y sin darle tiempo a Anodino de distinguir qué fuera eso lo metió en una bolsa que tenía en su otra mano y de la cual Anodino no se había percatado en un principio. Esto sorprendió a Anodino; a esta altura del relato el lector sabrá perdonar mi torpeza de dotar de cierta sensibilidad a mi personaje de la cual antes carecía para hacer más amena su labor y avisparlo de que algo novedoso está a punto de ocurrirle. Decía, Anodino se sorprendió tanto al ver al ciruja… al homeless ocultar algo con tanta rapidez y practicidad en su bolsa, la cual no parecía ni más llena ni más vacía que antes, que no podía salir de su asombro. Intentó prestar mayor atención a los actos del hombre, sin conseguir mejores resultados. El gesto se repitió tres o cuatro veces más.
La bolsa, a pesar de todo, se mantenía en su posición original, ni muy llena ni muy vacía, pero al ras del suelo, lista para ser arrastrada. Sin embargo, una vez acabada la busca, el hombre alzó su bolsa y la calzó en su hombro. Fue en ese gesto que Anodino comprendió por qué le llamaba tanto la atención aquél ser callejero. Recordó las historias que su madre y otras señoras paquetas suelen contarles a los chicos cuando se portan mal; menos que historias son personajes que podrían protagonizar cuentos populares y que en realidad lo hacen, pero ¿quién se acuerda de la historia del Hombre de la Bolsa?
Una madre sale a pasear con su hijo que le hace un berrinche tremendo por cualquier asunto; de pronto, un viejo sin techo aparece con una bolsa en la mano y la madre aprovecha la oportunidad para decirle a su hijo que si no se porta bien el Hombre de la Bolsa iría hasta él y se lo llevaría. El chico calla, no pregunta ni rezonga, es suficiente esa mentira blanca para dejarlo en el molde. Pero aquel hombre que en ese instante circulaba por la Avenida Warnes a las tres y media de la tarde frente a “EL COMERCIO DE LA BOLSA” era, tenía que ser -al menos para que la ficción surta efecto- el verdadero hombre de la bolsa.
Anodino se estremeció por un momento. Se dio cuenta de que era ese y no otro el germen de las leyendas urbanas. El momento fue más que epifánico y sus efectos no tardaron en invadir el cuerpo de Anodino. Demoró tan solo unos segundos en tomar una bolsa del montón y salir del local, no sin antes colocar el cartel de “Enseguida regreso” y dar dos vueltas de llave a la cerradura. En ese viejo, Anodino encontró su función en el mundo: ser un acólito de aquel hombre, el Hombre de la Bolsa.



[1] La forma.