domingo, 31 de julio de 2011

Rapsodia de tristeza.

Qué triste es el paisaje que la ventana dibujó para tus ojos, bastante acorde a la estación y a tu estado de ánimo. La oscura noche abraza tus frágiles sueños mientras el sonar de una pobre rapsodia llena tus oídos. Una lágrima de sangre recorre tus pálidas mejillas que algún día fueron del color de la flor del cerezo. Frío el viento sopla contra el vidrio de tu ventana y te preguntas cuánto más durará el invierno sin mí.
Acurrucada en la cama, bajo una coraza de frazadas. Laméntate en silencio, doncella de la soledad. Reza por tu amado, que al día siguiente aún puedas mantenerte en pie y que el ocio no ocupe tus ratos libres en donde el diablo se oculta para atormentarte a diario.
Pídele un deseo a la luna con la esperanza de que se haga realidad, pero ten en cuenta que el milagro sólo se cumple una vez y puede que éste no vuelva a llamar a la puerta. Atenta, recuerda mis últimas palabras de adiós y evita que la melancolía invada una vez más tu corazón; porque la noche es traicionera y la razón puede hacerte perder la cabeza en un tifón de memorias de tiempos que fueron mejores.

domingo, 24 de julio de 2011

¿Por qué escribo?

Escribir me permite decir “te amo”, “los quiero”, “gracias”, “estoy triste”, “tengo una idea”. Leer es algo que me fascina, pero escribir me permite ser yo, de una forma que nunca antes fui. Poder hablar sin pelos en la lengua, sin miedo a los prejuicios, sin que me importe quien lo lea y quien no. Escribir deja con dudas al lector (“¿qué habrá querido decir?”, “¿le estará pasando algo?”, “en eso tiene razón”, “está loco”). Escribir me relaja, me… me gusta; como me gustan otras tantas cosas de la vida, escribir pasó a ser algo que no puedo dejar de hacer cada tanto. Escribo para mí, esperando un lector al cual poder regalarle un mensaje que lleve impreso los sentimientos de mi corazón.

jueves, 14 de julio de 2011

Tener más tiempo.

No escribo esto para que se compadezcan de mí, sino simplemente para espantar todos esos estúpidos rumores y calificativos que se me han atribuido a lo largo de mi vida. Pocos fueron los amigos que se enteraron de mi condición y aún menos aquellos los que quisieron creer en ella. Tanta palabrería absurda se dijo a mis espaldas, tanta sandez que no vale la pena refutar.
Si tuviera que eligir por donde empezar, empezaría por mi infancia. El parto fue natural; afortunadamente, sin mayores dificultades. Se me diagnosticó una arritmia cardíaca, taquiarritmia; fui puesto en tratamiento de inmediato pero los doctores no pudieron encontrar la causa (hasta el día de hoy inclusive). Dijeron que mi condición era muy delicada y que lo único que se podía hacer en momentos como esos era esperar. Lógicamente, pasaron años esperando mientras me sometían a revisiones semanales e inyecciones. Nunca antes se había visto un caso así; con un ritmo cardiaco tan acelerado y constante como el mío sospechaban que el corazón me iba a estallar en cualquier momento. A mis padres lo único que les deparó fueron gastos innecesarios y una vida de juegos tranquilos y sin sobresaltos (más allá de la bomba de tiempo que tenía por corazón).
Una vez en el jardín de infantes comenzaron a realizarme los típicos tests psicopedagógicos que tacharían mi conducta de antisocial, egocéntrico, hiperactivo y desinteresado. “Su condición es especial” esgrimirían mis padres como respuesta a todos mis desaciertos. Sin embargo, siempre fui un alumno muy aplicado y bueno en los deportes a pesar de que no prestaba atención y me dormía en clases.
Ya en la adolescencia era de andar solo. Si me integraban en algún grupo era solo para llamar la atención o para que se mofaran de mí. Mis gustos se perfilaron mucho en esos años: me hice amante de la música y de la literatura, deseché prácticamente todo producto de la tecnología y me avoqué a mis pasiones, el violín y las letras. Fue en estos años en los que me di cuenta que algo andaba mal conmigo además de mis problemas cardiacos y mi falta de interés; algo que lo englobaba todo y de lo que ni médicos, ni psicólogos, ni mis padres se percataron. Mi cuerpo, mi organismo e incluso mi manera de percibir las cosas eran diferentes al resto. Años pasé preguntándome porqué la gente hablaba, caminaba y hacía todo de manera tan lenta y tediosa. Uno podría preguntarse cómo es posible que no me haya dado cuenta antes de algo así, pero es algo normal si se lo pone a pensar. Si nadie le dice al ciego que los ojos son para ver o al sordo que los oídos son para oír, no es raro pensar que si nadie me dice que mi percepción del tiempo está más ralentizada que la del hombre promedio, yo no me entere hasta mis primeros veinte años de vida.
Esto es sólo una hipótesis, otra opción sería pensar que todos me están jugando una mala broma muy bien elaborada, pero confío en que no le intereso tanto a la gente como para realizar tamaña empresa. Tampoco quiero visitar médicos, ya tuve toda una tortuosa infancia sin que pudiesen encontrar algo malo en mí (y no creo que los avances de la ciencia puedan ayudarme).
Para aquél que piense que mi manera de existir es una virtud, temo decirle que es una carga intolerable. He hecho ciertas investigaciones sobre mi persona que creo le resultarán útiles al lector para hacerse una imagen de mi condición. En primer lugar, calculo que mi percepción del tiempo ronda entre los 1.8 y 2 segundos por segundo “normal” (espero que nadie a esta altura niegue que el tiempo es relativo), por lo que un día de su vida equivaldría a dos días míos aproximadamente. Este simple cálculo explica varias cosas, como mis cuatro horas de sueño nocturno, mi fatiga de las tardes, mis constantes desórdenes alimenticios y mis frecuentes visitas al baño. Otra peculiaridad que noto en mí es que el proceso de envejecimiento de mi cuerpo es el mismo que el de un ser humano normal, lo cual reafirma mi suposición de que “lo mío” se debe a algún tipo de trastorno nervioso o neuronal.
Fue muy duro para mí tratar de insertarme en la vida social. Las relaciones que entablé nunca fueron duraderas, mis noviazgos no fueron prósperos, mis trabajos de oficina me resultaban agotadores y eternos, todo intento de mantener un mínimo de concentración en una película, en una clase o en una conversación fue en vano. Me aburría y me cansaba de esperar. Me resigné a la vida de ermitaño que me tocó en suerte. Trabajo en casa haciendo correcciones para diarios y editoriales, gano bien, trabajo cuando quiero (porque mis tiempos no son los suyos) y aprendo mucho. Me considero buen músico, pero las cuerdas de mi violín no duran mucho por la fricción así que practico poco y gran parte de mi sueldo lo empleo en reparaciones y libros.
No quiero que mi confesión haga sentir culpable a más de uno ni pena por mí. He vivido una buena vida y creo que la decisión que tomé es la acertada. Podría vivir ochenta años mortales pero, ¿En qué los emplearía? ¿En adquirir más conocimientos de los que ya tengo? ¿En trabajar hasta el hartazgo para tener más plata? ¿Y después qué? Estoy convencido de que cuarenta y dos años de vida fueron suficientes para mí; me los dediqué enteros a conocerme, a preguntarme, a cuestionarme, a pelearme y a reconciliarme. Solo espero, al menos, que el recuerdo de lo que fui sea más grato de lo que me deparó la vida.