Durante una de mis caminatas diarias por la playa, en el trayecto Las Toninas – San Clemente, escuché a alguien desde el parador (y por el amplificador) decir “qué seríamos los hombres sin las mujeres. Puede que esa frase haya sido la que desencadenó mi angustia (o sería nostalgia) aquél día.
Esa misma tarde, una amiga me había mandado un sms por segunda vez para ver cómo andaba. Una amiga de la infancia, una hermanita para mí; sería por temor a que estuviese con su novio y despertarle celos que no le mandé ninguno durante mi viaje, o por vagancia, las excusas nunca están de más. Días antes no me aguanté más las ganas y llamé desde la playa a otra amiga, una que quiero mucho, la respeto, aprendo cosas de todos los rubros, inclusive a ser mejor persona, ella ya es adulta (33) pero pareciera que cuando estoy con ella las diferencias no importan. En este viaje compartí todo mi tiempo con mi mamá: cenando, leyendo, haciendo crucigramas; el hecho es que por primera vez en 19 años me senté con ella y compartí unos mates.
Cuando me pongo a pensar en el rol que juegan las mujeres en mi vida me sorprendo. Los muchachos son con los que bromeo, me peleo, juego y apuesto, salgo y tomo, incluso con mi papá hablo de las mismas cosas de las que hablo con mis amigos o con cualquier compañero o conocido varón. Pero las mujeres son diferentes, tengo otro trato. Con algunas hablo de literatura, con otras de animé, con otras de política, de ciencia, de dudas, de certezas, de sentimientos, de la vida. Pero otra cosa que noto, lo más importante quizás, es que con las mujeres puedo escuchar lo que otra persona tiene para decir. No es que menosprecie a los hombres ni mucho menos, pero me di cuenta que a veces no hay nadie mejor que alguien del sexo opuesto para conversar. Digo conversar para no tener que decir hablar o charlar, me refiero a tener una conversación seria, de a dos, cara a cara, enfrentados, donde ambos tengan algo para decir y opinar sobre lo que dice el otro.
Me alegra poder decir que tengo la dicha de compartir mi vida con muchas mujeres interesantes, compañeras; hermosas personas con las que el destino me cruzó en los momentos indicados y de los cuales (creo yo), también soy parte importante de sus vidas. Gracias a ellas soy más crítico, más paciente, más atento y más afectivo.
Diego Hernán Rosain (Argentina, 1991) Licenciado y Profesor Normal y Superior en Letras por la Universidad de Buenos Aires (FFyL-UBA). Adscripto a la cátedra de Problemas de Literatura Latinoamericana a cargo de la Prof. Marcela Croce con el proyecto titulado: “Ficciones especulativas: emergencia y contacto entre las poéticas de Macedonio Fernández y Jorge Luis Borges”. Ha publicado artículos en revistas como Puesta en Escena, Exlibris y BADEBEC. Dirección electrónica: dhernan_rosain@live.com.ar
lunes, 31 de enero de 2011
viernes, 28 de enero de 2011
Reflexiones marítimas.
Desde el balcón de mi casa puedo apreciar el mar, ver cómo la tierra se fusiona con el cielo en un horizonte infinito de color grisáceo. La dulce lluvia resbala veloz y equilibrada, recta, como proyectiles celestiales; el salado mar dibuja y desdibuja llamas que enfrían el cuerpo y rompen corazones. Tan opuestos se atraen el uno al otro, ascienden y descienden, se intercambian, se confunden en un ciclo infinito. Paisaje hermoso y monótono el de las costas; ondulaciones lisas, playas de arenas y médanos, brisas y vientos; el antagonismo convive constantemente en el orden caótico. El hipnotizante rugir del mar me lleva a la calma y a la reflexión, a la paz y la intranquilidad, generan en mi alma el estado natural el contexto que me envuelve y me invita a su salvaje existencia.
Desde el balcón de mi casa puedo apreciar el mar, ver cómo las olas se estrellan contra la costa en una carrera desesperada por morir. Cómo me hacen recordar a las personas que a veces se preocupan más por llegar al final que por el trayecto. Tan semejantes, tan parecidas, luchan unas con otras, se baten en arremolinadas y húmedas contiendas con un mismo fin, el olvido. Suicidas, kamikazes. Fuertes en su nacimiento, débiles en su lecho de muerte, abren paso a los que vendrán y dejan su huella en la arena. Qué tan parecidas son las olas a las personas. Entre ellas se menosprecian, entre ellas se hieren; disfrutan sufriendo sus efímeras existencias. Se mecen las aguas de forma amenazadora, desafiantes quizás, invitándome a enfrentarme con ellas en un combate del cual ya formo parte con los de mi propia raza.
Desde el balcón de mi casa puedo apreciar el mar, la única tarea que me mantiene ocupado este día. Su imagen me aleja más y más de mi hogar, de mi vida, la cotidianeidad de la rutina. Me aleja del hombre que fui, que soy. De lo bueno y de lo malo que me espera al regresar. Aquí le pongo una pausa a mi vida, hago un balance, un recuento del año. Mi naturaleza me obliga a poner más peso en las cosas buenas, no por eso niego o ignoro los malos momentos que ocasioné y me ocasionaron. Ver el trayecto recorrido es un ejercicio que los hombres deberían realizar más a menudo. Ayuda a valorar el propio esfuerzo, a ser más objetivo y menos egoísta en los hechos, a la autocrítica, a querer ser mejor persona, a no querer cometer los mismos errores, a agradecer a quienes lo ayudaron y acompañaron. Los aprendizajes de todo un año, los conocimientos adquiridos, las vivencias experimentadas, las personas encontradas y perdidas son las que diferencian al hombre que soy del que fui, y los que lo diferenciarán del que seré. Un ejercicio que no lleva más de lo que se tarda en leer esto requiere de un simple compromiso y concentración; lo que ganamos y lo que perdimos se resumen en un estado de satisfacción y visión crítica de lo que nos sucede como individuos para con nosotros mismos. Mi lugar de reflexión es el mar, me recuerda a mí, me reconoce, me refleja; me permite llegar a lo más profundo de mi ser, un ser tan profundo.
El mar se tiñó de un gris profundo, el cielo de un gris suave divisando un nuevo horizonte y la calma de la tormenta.
Desde el balcón de mi casa puedo apreciar el mar, ver cómo las olas se estrellan contra la costa en una carrera desesperada por morir. Cómo me hacen recordar a las personas que a veces se preocupan más por llegar al final que por el trayecto. Tan semejantes, tan parecidas, luchan unas con otras, se baten en arremolinadas y húmedas contiendas con un mismo fin, el olvido. Suicidas, kamikazes. Fuertes en su nacimiento, débiles en su lecho de muerte, abren paso a los que vendrán y dejan su huella en la arena. Qué tan parecidas son las olas a las personas. Entre ellas se menosprecian, entre ellas se hieren; disfrutan sufriendo sus efímeras existencias. Se mecen las aguas de forma amenazadora, desafiantes quizás, invitándome a enfrentarme con ellas en un combate del cual ya formo parte con los de mi propia raza.
Desde el balcón de mi casa puedo apreciar el mar, la única tarea que me mantiene ocupado este día. Su imagen me aleja más y más de mi hogar, de mi vida, la cotidianeidad de la rutina. Me aleja del hombre que fui, que soy. De lo bueno y de lo malo que me espera al regresar. Aquí le pongo una pausa a mi vida, hago un balance, un recuento del año. Mi naturaleza me obliga a poner más peso en las cosas buenas, no por eso niego o ignoro los malos momentos que ocasioné y me ocasionaron. Ver el trayecto recorrido es un ejercicio que los hombres deberían realizar más a menudo. Ayuda a valorar el propio esfuerzo, a ser más objetivo y menos egoísta en los hechos, a la autocrítica, a querer ser mejor persona, a no querer cometer los mismos errores, a agradecer a quienes lo ayudaron y acompañaron. Los aprendizajes de todo un año, los conocimientos adquiridos, las vivencias experimentadas, las personas encontradas y perdidas son las que diferencian al hombre que soy del que fui, y los que lo diferenciarán del que seré. Un ejercicio que no lleva más de lo que se tarda en leer esto requiere de un simple compromiso y concentración; lo que ganamos y lo que perdimos se resumen en un estado de satisfacción y visión crítica de lo que nos sucede como individuos para con nosotros mismos. Mi lugar de reflexión es el mar, me recuerda a mí, me reconoce, me refleja; me permite llegar a lo más profundo de mi ser, un ser tan profundo.
El mar se tiñó de un gris profundo, el cielo de un gris suave divisando un nuevo horizonte y la calma de la tormenta.
viernes, 7 de enero de 2011
Ana Clara.
Mi tía abuela Ana Clara debió huir de la ex Alemania nazi por ser de descendencia judía. Huyó a Bosnia y Herzegovina en un buque q transportaba cargamentos de zapatillas marca Flecha para los desprotegidos del Congo africano.
Al pasar por la frontera de El Cairo tuvo una visión en donde Horus y Anubis, mientras jugaban una partida amistosa de backgammon, le dijeron que era la reencarnación de Elizabeth Jennifer Monoskorf, una burguesa rusa del siglo XVII. Cuando despertó, poseía en su pie izquierdo una argolla que inconfundiblemente pertenecía a alguna raza de indígenas originarios de América del Sur, linaje de la unión entre mayas y comechingones. Ese descubrimiento llamó la atención de varios arqueólogos de la Universidad de Cambridge en Londres, gracias a los cuales consiguió un pasaporte y visa a Gran Bretaña donde aprendió el oficio de cortar chuletas de cerdo.
Durante la llegada de un frigorífico argentino, fue raptada por marineros sedientos de sexo y pasión, los cuales la tomaron de prisionera y la utilizaron como juguete sexual por unos 4 meses; eso sí, bien alimentada y aseada, y ninguno tenia enfermedades de transmisión sexual. Al llegar a puerto, fue recibida calurosamente por Evita quien la felicitó por haber entretenido a los marineros durante todo el viaje de vuelta. Desde entonces, comenzaron planes en donde se le pagaba a las prostitutas para que formen parte de las tripulaciones de los frigoríficos y así mantener ocupados a los marineros en sus tiempos de ocio.
Mi tía abuela fue condecorada por la Orden de la Totora de Bilbao, reconocida mundialmente y la cual le otorgó grandes beneficios a lo largo de su vejez y lo que le permitió prosperar en aquél hermoso país llamado Argentina.
Al pasar por la frontera de El Cairo tuvo una visión en donde Horus y Anubis, mientras jugaban una partida amistosa de backgammon, le dijeron que era la reencarnación de Elizabeth Jennifer Monoskorf, una burguesa rusa del siglo XVII. Cuando despertó, poseía en su pie izquierdo una argolla que inconfundiblemente pertenecía a alguna raza de indígenas originarios de América del Sur, linaje de la unión entre mayas y comechingones. Ese descubrimiento llamó la atención de varios arqueólogos de la Universidad de Cambridge en Londres, gracias a los cuales consiguió un pasaporte y visa a Gran Bretaña donde aprendió el oficio de cortar chuletas de cerdo.
Durante la llegada de un frigorífico argentino, fue raptada por marineros sedientos de sexo y pasión, los cuales la tomaron de prisionera y la utilizaron como juguete sexual por unos 4 meses; eso sí, bien alimentada y aseada, y ninguno tenia enfermedades de transmisión sexual. Al llegar a puerto, fue recibida calurosamente por Evita quien la felicitó por haber entretenido a los marineros durante todo el viaje de vuelta. Desde entonces, comenzaron planes en donde se le pagaba a las prostitutas para que formen parte de las tripulaciones de los frigoríficos y así mantener ocupados a los marineros en sus tiempos de ocio.
Mi tía abuela fue condecorada por la Orden de la Totora de Bilbao, reconocida mundialmente y la cual le otorgó grandes beneficios a lo largo de su vejez y lo que le permitió prosperar en aquél hermoso país llamado Argentina.
jueves, 6 de enero de 2011
Violeta Parra, Qué he sacado con quererte.
¿Qué he sacado con la luna
que los dos miramos juntos?
¿Qué he sacado con los nombres
estampados en el muro?
Como cambia el calendario,
cambia todo en este mundo.
¡Ay, ay, ay! ¡Ay! ¡Ay!
¿Qué he sacado con el lirio
que plantamos en el patio?
No era uno el que plantaba;
eran dos enamorados.
Hortelano, tu plantío
con el tiempo no ha cambiado.
¡Ay, ay, ay! ¡Ay! ¡Ay!
¿Qué he sacado con la sombra
del aromo por testigo,
y los cuatro pies marcados
en la orilla del camino?
¿Qué he sacado con quererte,
clavelito florecido?
¡Ay, ay, ay! ¡Ay! ¡Ay!
Aquí está la misma luna,
y en el patio el blanco lirio,
los dos nombres en el muro,
y tu rastro en el camino.
Pero tú, palomo ingrato,
ya no arrullas en mi nido.
¡Ay, ay, ay! ¡Ay! ¡Ay!
que los dos miramos juntos?
¿Qué he sacado con los nombres
estampados en el muro?
Como cambia el calendario,
cambia todo en este mundo.
¡Ay, ay, ay! ¡Ay! ¡Ay!
¿Qué he sacado con el lirio
que plantamos en el patio?
No era uno el que plantaba;
eran dos enamorados.
Hortelano, tu plantío
con el tiempo no ha cambiado.
¡Ay, ay, ay! ¡Ay! ¡Ay!
¿Qué he sacado con la sombra
del aromo por testigo,
y los cuatro pies marcados
en la orilla del camino?
¿Qué he sacado con quererte,
clavelito florecido?
¡Ay, ay, ay! ¡Ay! ¡Ay!
Aquí está la misma luna,
y en el patio el blanco lirio,
los dos nombres en el muro,
y tu rastro en el camino.
Pero tú, palomo ingrato,
ya no arrullas en mi nido.
¡Ay, ay, ay! ¡Ay! ¡Ay!
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