miércoles, 29 de diciembre de 2010

Extremos.

Los extremos son malos. La otra cara del egoísmo (inmoderado y excesivo amor a sí mismo, que hace atender desmedidamente al propio interés, sin cuidarse del de los demás) es el altruismo (diligencia en procurar el bien ajeno aun a costa del propio).
Es increíble cómo dos cosas completamente opuestas llevan al mismo resultado: el alejamiento de los seres queridos. El egoísta que no piensa en aquellos que se preocupan por él, que sólo le importa su beneficio, acaba por quedarse sólo y casi tristemente feliz en su soledad. El altruista, siempre buscando el placer y el deleite de los que ama, termina por descuidarse a sí mismo, olvida que es humano, sufre penurias, se enferma, es lastimado y herido, a veces incluso por aquellos mismos por quien lo ha dado todo, pero eso no lo detiene, lo ciega, y sigue buscando el bienestar de sus seres queridos.
El camino del altruista desemboca en dos caudales: o bien se vive una vida sacrificada y mártir siendo finalmente recordado a la hora de su muerte como una persona dedicada enteramente al bien ajeno y al sacrificio de sus pasiones, o bien se es olvidado poco a poco, desprendido de aquellos a los que alguna vez intentó ayudar por el simple hecho de no ser un poco “egoísta”, de pensar un poco en sí mismo, de hacer lo que le gusta, de vivir su vida para él y no para los demás.
Ver a alguien a quien amamos darlo todo, sacrificarlo todo por uno es hermoso, pero a la vez realmente triste, porque me dijeron una vez que el amor es entregarlo todo por el otro sin esperar nada a cambio, pero dejar la vida por los demás es olvidarse de uno mismo, es ser egoísta con uno mismo.
Amemos a los demás. Amémonos a nosotros mismos. Equilibremos la balanza dando a los justos y quedándonos con lo necesario. Que el sacrificio se transforme en un acto que demuestre lo importante que son las personas, amigos y familia para nosotros, pero sin convertirse en un ejercicio diario en el cual nos perdemos a nosotros mismos, nuestra felicidad y la capacidad de hacer felices a los demás. Para amar a los demás, primero debemos amarnos a nosotros mismos… de la manera debida.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

In/dependencia.

Cansado de que me digan que todo lo que hago lo hago mal, de que nunca pienso en los demás, de que los miro como diciendo que están locos, de que no valoren mi opinión, de que el único errado soy yo, de que me hagan repetir una y otra vez el mismo discurso y encima se enojen, de que la culpa siempre la tengo yo, de que lo único que hago es pedir plata y hacer la mía.
El mejor regalo que me hicieron en la vida fue el hacerme independiente, tal vez a la fuerza; ahora que trato de serlo, parece que me obligan a depender, no me permiten avanzar, me ponen trabas, me atacan. Creo que muchas cosas son injustas, pero si la injusticia perdura la culpa es de ambas partes: del que la comete y del que no la detiene.
Aunque amemos a los demás, a veces hay que hacerles daño de las formas menos queridas o más crueles para que entiendan. Nada peor que una persona terca para hacer entrar en razón.
Ya con 19 años me encuentro en la encrucijada de lastimar a los que amo y ser libre o seguir el mismo curso y permanecer preso. Tarde o temprano el paso lo voy a tener que dar. Mejor que sea ahora, y que les guste.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Batallas que ganar.

Simplemente se dejó caer en su sillón frente al televisor para ver la película que le había comprado a un vendedor ambulante la semana pasada por seis pesos. La calidad era bastante buena, pero los subtítulos tenían un cierto retraso con relación al video. No le importó mucho, tanto como la invitación que sus compañeros de la oficina le ofrecieron para ese viernes por la noche. Se sentía agobiado por el trabajo, cansado, atascado por aquella densa y calurosa humedad típica de las noches de diciembre. Apretó el botón de play del control del DVD, pero para su desgracia había olvidado cambiarle las pilas. Muy pesadamente y a su pesar, se levantó para hacerlo manualmente.
La película parecía ser interesante. Se ambientaba en Francia, en época de guerra, un hombre, un campesino conoce a una cortesana, ambos se enamoran, huyen y forman una familia; más tarde, él es reclutado para luchar por su patria, parte sin mirar atrás, ella lo espera, él espera regresar. Todo eso, tan lejano e indiferente para él terminó pareciéndole absurdo y aburrido, sería mejor aprovechar el tiempo y descansar para las últimas semanas antes de sus merecidas vacaciones. Tomó el control del televisor, lo apagó y se dirigió a su habitación con desgano.
La cama estaba caliente, húmeda y transpirada por sábanas sin lavar; conciliar el sueño era una lucha ardua y silenciosa. El chirrido intermitente emitido por el ventilador no ayudaba en lo más mínimo, lo desconcentraba de su objetivo, le impedía aclarar sus ideas. Las vueltas sobre sí mismo, el crujir de las maderas debajo del colchón de resortes gastado.
En la habitación continua la película seguía reproduciéndose; aún restaban cerca de cuarenta y tres minutos, suficientes para que la guerra se extendiese por cuatro años, ella no reciba noticias de él, lo dé por muerto, él pierda una mano, uno de sus hijos muera de cólera, ella se case con otro hombre, él vuelva para nunca más volver a su vida.
La lucha se llevaba a cabo en ambas habitaciones, una guerra silenciosa, una lucha interna, cerrada, apagada. Conciliar el sueño, volver al hogar, despejar la mente, recuperar a su familia.
Pasaron los cuarenta y tres minutos. En una habitación hay un hombre durmiendo, en la otra, una luz roja brillando en la oscuridad. La batalla finalizó en ambos bandos, sólo para levantarse al día siguiente y para ser reproducida en otra ocasión.