Como su nombre
lo indica, en aquél pueblo de Santiago todo permanece erguido, recto, alzado, rígido,
firme. Las humildes casas de ladrillo y material, si bien parecen destartalarse
por el correr de los años, no ceden a los terrosos vientos cálidos ni a las
amenazadoras lluvias traicioneras. Los árboles, de enclenques troncos y raíces
de dudosa extensión, gozan de una extraña verticalidad nunca antes vista por
sus primos urbanos, que prefieren la oblicuidad para competir con los
imponentes rascacielos. Los animales rara vez se dejan arrastrar por el recalcitrante
placer de las siestas tardías y los hombres y mujeres prefieren la
contemplación del paisaje a la sombra de alguna construcción mientras mantienen
las manos y las bocas ocupadas con mates dulces y tortillas. Sólo los más
jóvenes ansían la compañía numerosa de sus pares para jugar largas jornadas de
fútbol al mejor estilo del potrero, como quien se burla del poderoso Febo ostentando
una efímera adolescencia. Es que, para poder tener contacto con otro ser humano
que no pertenezca al núcleo familiar, las gentes del pueblo deben recorrer
kilómetros y kilómetros de empolvadas carreteras de arena desértica y, aun así,
el lugar sólo está compuesto por unas veintitantas familias.
El punto de
reunión predilecto es la escuela municipal Nº 1005, que cuenta hasta el momento
con primaria y un salón destinado para el jardín maternal que todavía no ha
sido estrenado por ninguna generación de infantes. Los chicos más afortunados
logran llegar a clases por medio de motos adaptadas para resistir el terreno
hostil; los menos, caminan cabizbajos la distancia que sea necesaria por el
monótono paisaje santiagueño sin siquiera chistar. Pocos son los que logran continuar
sus vidas en la pequeña ciudad de Monte Quemado; algunos consiguen adaptarse a
la ajetreada y perniciosa vida de Buenos Aires, pero a un costo muy alto.
Las raíces en
La Firmeza son superficiales pero sólidas: respeto por la propiedad ajena, amor
por la familia, solidaridad hacia los extraños, esfuerzo en el trabajo, conmiseración
para los difuntos y obediencia hacia los maestros. La forma de vida allí no ha
sido modificada en gran medida por los avances tecnológicos, ya que las señales
telefónicas no consiguen penetrar en el monte. Pocas casas cuentan con televisión
por cable que apenas es utilizada para presenciar los partidos de fútbol. La mayor
fuente de información corresponde a las radios cuya única emisora proviene de
la ciudad.
Cuando no se
escucha el metálico sonido de los aparatos de radiodifusión, las voces de los
animales ocupan el espacioso silencio. Vacas, toros, burros, cerdos, cabras,
ovejas y gallinas erran libremente por la zona; cada uno sabe volver a su
paraje y extraña vez se pierden o desaparecen por la gracia de algún
oportunista. La otra fuente de sustento asegurado es, sin lugar a dudas, la tala
de quebracho, guayacán y mistol, entre otros carbones vegetales, para los
cuales el clima y el suelo son propensos. La agricultura, por el contrario, no
es una empresa confiable, ya que el bien más preciado del cual carecen los
habitantes es el agua, en especial la potable.
La obtención de
agua es lo que vuelve más rudimentario el modo de vida en La Firmeza. Por supuesto
que la falta de manutención de las rutas de arena fina y tierra seca demora el
traslado de la ciudad al pueblo y viceversa; pero ni siquiera la falta de luz
eléctrica resulta tan perjudicial ni conlleva tantos contratiempos como la escasez
de agua. Las personas disponen de lo suficiente como para beber y preparar los
alimentos, pero el aseo y la higiene permanecen relegados a un segundo y hasta un
tercer plano. De esto se desprende que el nivel de mortalidad del pueblo sea
relativamente alto a pesar de ser longevo. Ningún profesional vive en La
Firmeza y todo depende de los recursos personales, la capacidad de traslado y
la gracia divina.
Fue allí que un
grupo de misioneros, entre alumnos y docentes de una escuela de Buenos Aires
como cualquier otra, fuimos a parar por una semana con el fin de ayudar y
contribuir en todo lo que estuviera a nuestro alcance. Nos recibió una finísima
cruz estacada en el suelo, incapaz de sostener a ningún mártir. Esa cruz
resultó ser más firme que la voluntad de los recién llegados que fuimos
embestidos por el modo de vida, las historias y la bondad de aquella gente.
¿Qué podíamos hacer frente a aquél paisaje, desolador para nosotros, pero
habitual para ellos? Sujetos que desconocíamos la falta de luz, de agua, de
higiene, de paredes para vivir, de camas para dormir, de duchas para bañarnos,
íbamos con la esperanza de hacer un bien a esas personas con tan solo algunos
víveres, ropa y una semana de tiempo. Pero el daño más grave no lo profirió la
impotencia, sino la fraternidad de los habitantes de La Firmeza. Sin moverse de
sus hogares, sin cambiar su actitud, sólo siendo quienes realmente son, lograron
misionar en nuestros corazones por una semana más de lo que nosotros podríamos
haberlos ayudado en toda una vida de esmero y entrega. Ahí, descubrí, radica el
poder de La Firmeza: el de demoler espíritus, sensibilidades, mitos,
presupuestos, falsos ideales.