martes, 31 de enero de 2017

La Firmeza.

Como su nombre lo indica, en aquél pueblo de Santiago todo permanece erguido, recto, alzado, rígido, firme. Las humildes casas de ladrillo y material, si bien parecen destartalarse por el correr de los años, no ceden a los terrosos vientos cálidos ni a las amenazadoras lluvias traicioneras. Los árboles, de enclenques troncos y raíces de dudosa extensión, gozan de una extraña verticalidad nunca antes vista por sus primos urbanos, que prefieren la oblicuidad para competir con los imponentes rascacielos. Los animales rara vez se dejan arrastrar por el recalcitrante placer de las siestas tardías y los hombres y mujeres prefieren la contemplación del paisaje a la sombra de alguna construcción mientras mantienen las manos y las bocas ocupadas con mates dulces y tortillas. Sólo los más jóvenes ansían la compañía numerosa de sus pares para jugar largas jornadas de fútbol al mejor estilo del potrero, como quien se burla del poderoso Febo ostentando una efímera adolescencia. Es que, para poder tener contacto con otro ser humano que no pertenezca al núcleo familiar, las gentes del pueblo deben recorrer kilómetros y kilómetros de empolvadas carreteras de arena desértica y, aun así, el lugar sólo está compuesto por unas veintitantas familias.
El punto de reunión predilecto es la escuela municipal Nº 1005, que cuenta hasta el momento con primaria y un salón destinado para el jardín maternal que todavía no ha sido estrenado por ninguna generación de infantes. Los chicos más afortunados logran llegar a clases por medio de motos adaptadas para resistir el terreno hostil; los menos, caminan cabizbajos la distancia que sea necesaria por el monótono paisaje santiagueño sin siquiera chistar. Pocos son los que logran continuar sus vidas en la pequeña ciudad de Monte Quemado; algunos consiguen adaptarse a la ajetreada y perniciosa vida de Buenos Aires, pero a un costo muy alto.
Las raíces en La Firmeza son superficiales pero sólidas: respeto por la propiedad ajena, amor por la familia, solidaridad hacia los extraños, esfuerzo en el trabajo, conmiseración para los difuntos y obediencia hacia los maestros. La forma de vida allí no ha sido modificada en gran medida por los avances tecnológicos, ya que las señales telefónicas no consiguen penetrar en el monte. Pocas casas cuentan con televisión por cable que apenas es utilizada para presenciar los partidos de fútbol. La mayor fuente de información corresponde a las radios cuya única emisora proviene de la ciudad.
Cuando no se escucha el metálico sonido de los aparatos de radiodifusión, las voces de los animales ocupan el espacioso silencio. Vacas, toros, burros, cerdos, cabras, ovejas y gallinas erran libremente por la zona; cada uno sabe volver a su paraje y extraña vez se pierden o desaparecen por la gracia de algún oportunista. La otra fuente de sustento asegurado es, sin lugar a dudas, la tala de quebracho, guayacán y mistol, entre otros carbones vegetales, para los cuales el clima y el suelo son propensos. La agricultura, por el contrario, no es una empresa confiable, ya que el bien más preciado del cual carecen los habitantes es el agua, en especial la potable.
La obtención de agua es lo que vuelve más rudimentario el modo de vida en La Firmeza. Por supuesto que la falta de manutención de las rutas de arena fina y tierra seca demora el traslado de la ciudad al pueblo y viceversa; pero ni siquiera la falta de luz eléctrica resulta tan perjudicial ni conlleva tantos contratiempos como la escasez de agua. Las personas disponen de lo suficiente como para beber y preparar los alimentos, pero el aseo y la higiene permanecen relegados a un segundo y hasta un tercer plano. De esto se desprende que el nivel de mortalidad del pueblo sea relativamente alto a pesar de ser longevo. Ningún profesional vive en La Firmeza y todo depende de los recursos personales, la capacidad de traslado y la gracia divina.
Fue allí que un grupo de misioneros, entre alumnos y docentes de una escuela de Buenos Aires como cualquier otra, fuimos a parar por una semana con el fin de ayudar y contribuir en todo lo que estuviera a nuestro alcance. Nos recibió una finísima cruz estacada en el suelo, incapaz de sostener a ningún mártir. Esa cruz resultó ser más firme que la voluntad de los recién llegados que fuimos embestidos por el modo de vida, las historias y la bondad de aquella gente. ¿Qué podíamos hacer frente a aquél paisaje, desolador para nosotros, pero habitual para ellos? Sujetos que desconocíamos la falta de luz, de agua, de higiene, de paredes para vivir, de camas para dormir, de duchas para bañarnos, íbamos con la esperanza de hacer un bien a esas personas con tan solo algunos víveres, ropa y una semana de tiempo. Pero el daño más grave no lo profirió la impotencia, sino la fraternidad de los habitantes de La Firmeza. Sin moverse de sus hogares, sin cambiar su actitud, sólo siendo quienes realmente son, lograron misionar en nuestros corazones por una semana más de lo que nosotros podríamos haberlos ayudado en toda una vida de esmero y entrega. Ahí, descubrí, radica el poder de La Firmeza: el de demoler espíritus, sensibilidades, mitos, presupuestos, falsos ideales.

domingo, 29 de enero de 2017

Hemisferios.

Pintas paisajes de nube con las manos;
tu lienzo son el cielo y el río,
tus colores las aves y el rocío.

Trazas biciclos surcos en mi cabeza.
Pensamientos que callan nuestros dedos entrelazados
embelesan mi mente con juegos prohibidos.

Si escribo al son en que compones tus compases,
no me cabe duda:
                             a vos te sobran alas y a mí razones para volar contigo.