domingo, 24 de julio de 2016

El ascenso.

-Empezá a calentar, pibe, que en cinco minutos te meto a vos.
Había llegado el momento. Debían de notárseme los nervios en la cara, porque el entrenador agregó “relajá, jugá como hasta ahora. Olvídate que te están viendo”. Era así, si lograba dar vuelta el partido, era fija que me pasaban a primera división. Ese era mi sueño desde pibe, jugar codo a codo con los grandes, y estaba a dos goles de conseguirlo. No parecía imposible. Faltaban quince minutos para que terminara el primer tiempo más el alargue y el partido iba 3 a 2. Bastante pareja la cosa. Me levanté del banco y me eché unos piques. Ni bien la pelota se fue a un corner, el entrenador hizo los cambios: sacó al 9 y puso al 12. Cuando me pasó por al lado, vi que se frotaba un muslo. Uno de los defensores le había barrido la gamba con el botín para evitar que se acercara más al arco; la pelota salió de la cancha y el saque fue para nosotros, pero el árbitro no le cobró nada. Ahora entraba yo, tenía la oportunidad. Era un gol de cabeza asegurado. Lo había practicado mil veces, no me podía fallar. La pelota salió de la esquina y dibujó en el aire una hermosa comba, golpeó levemente mi frente y entró en el ángulo izquierdo del arco.
-¡Gooooooooooooool!, ¡Goooooooooool de Huracán!
-Y nada más que de la promesa juvenil, el petiso Jara. Sabia decisión la del entrenador.
-A treinta segundos de entrar en el campo, logra nivelar el resultado del partido. Huracán 3, Rosario Central 3.
Ahora lo que tenía que hacer era quedarme tranquilo el resto del partido y esperar al segundo tiempo. Era fácil decirlo, pero estábamos jugando de visitantes y la hinchada estaba heavy. El mes anterior ya habían multado al club por disturbios a la salida de un partido y parecían no haber cambiado de actitud. La seguridad era bastante pobre ya que se trataba de un partido de segunda división, pero la tribuna igual hinchaba como si se tratase de un superclásico. Terminó el primer tiempo y nos fuimos a descansar. Entre los muchachos empezamos a masajearnos los gemelos. Me acordé de mi vieja, que se lavaba las patas en una palangana con agua y lavandina. De chico, sin que se diera cuenta, le observaba las várices y jugaba a trazar el camino que recorrían. Cuando no estaba haciendo dobladillos a pantalones ajenos o cambiando cierres rotos, estaba fuera de casa lavando pisos de ricos. Como a mi viejo nunca lo conocí y mamá no tenía tiempo para ocuparse de nosotros, le tocaba al Gena ocupar el rol de padre. Cocinaba cada tanto, siempre lo mismo: unas pizzas, unos fideos pegados, un arroz hecho puré o unas milanesas mal rebosadas. Ninguno nos quejábamos, porque era lo único que sabíamos comer salvo que surgiera algo fuera de casa. Pero hacía mil que no lo veía al Gena; lo metieron en la cárcel de Ezeiza por jugársela de puntero político y ahora anda con los más pesados ahí adentro. No me puedo olvidar de la cara de mamá cuando el Gena le mostró el primer fajo de guita que le habían dado por “hacer trabajitos para el intendente”; fue casi lo opuesto a la cara que tuvo cuando le dijeron que la cana se lo había llevado por cobrar coimas en muchos locales del municipio, algunos incluso del barrio. Mamá no se animó a dar la cara por meses, no se animaba a que la reconocieran por la calle y le dijeran barbaridades de su hijo el mayor.
-¡Comienza el segundo tiempo! Los jugadores se ponen en sus lugares y saca Rosario Central.
La formación era defensiva: 5-3-2; el entrenador confiaba en que el otro delantero y yo podríamos hacer todo el trabajo duro. Y no estaba errado. El equipo contrario era una manga de muertos. Si a eso le sumaba que yo seguía fresco por haber jugado poco, el resultado ya estaba asegurado. Pero me di cuenta al toque de que jugaban sucio: metían trabas, empujaban, agarraban de la camiseta, metían mano y codo. Más que un partido oficial, parecía que volvía a jugar en el potrero a los diez años. Fue a esa edad que se murió el Titi. La versión que pudimos reconstruir gracias a la ayuda de varios testigos es que había salido del colegio a la misma hora de siempre; caminaba tranquilo por la calle cuando unos motochorros que iban a los piques se lo llevaron puesto. A los chorros no les pasó nada, fue el Titi el que se llevó la peor parte. La cabeza le había dado de lleno al cordón y estuvo en terapia intensiva cinco meses. Jamás se repuso de esa. Mamá no sabía cómo consolarlo al tío Emilio y es hasta el día de hoy que el pobre se mata lentamente tomando alcohol. Yo me acuerdo patente todavía del velorio del Titi; yo era pendejo todavía y recién entraba a jugar como profesional. Me había causado mucha impresión el cajón: nunca había visto uno tan chiquito. Parecía un baúl o una mesa ratona, no podía creer que ahí estuviese el Titi. Pero vi que la pelota llegaba a donde estaba; el arquero me había dado un pase largo. La bajé al piso y empecé a correr. Esquivé al mediocampo, esquivé a uno de los defensores. La hinchada se estaba volviendo loca y los gritos me aturdieron tanto que no noté que el otro defensor me estaba cerrando el paso de costado. Me dio en las canillas y caí de bruces al suelo.
-¡Faul, árbitro, métale roja a ese forro! -gritaban mis compañeros.
-No fue intencional, sigan jugando.
-¿Cómo que no fue intencional? ¿Es ciego o juega para ellos? ¡No te hagás el tarado y mírame a la cara si tenés huevos!
Quería que parara, pero el árbitro terminó sacándole una tarjeta amarilla a nuestro 5. Suerte. Un poco más y le ponía roja de no ser porque intervino el arquero. El partido se estaba poniendo heavy. Era fija que el árbitro tiraba para el otro equipo. El entrenador me preguntó si estaba bien, si podía seguir jugando. Le dije que no se preocupara, que todo marchaba sobre ruedas. Sacamos nosotros; estábamos peligrosamente cerca de su arco. El pase que me hicieron fue perfecto, pero no quise cabecear. En cambio, metí un cortito de rabona que fue demasiado sencillo de atajar. “Qué lindo bailás” me dijo Tamy en su cumple de quince cuando bailamos el vals. Esa tarde, la mamá le había alquilado el salón del polideportivo y se lo había decorado con telas violetas; mamá la ayudó durante toda la semana con la comida y la torta. Ella usó un vestido prestado que era de una amiga del colegio, pero igual le quedaba pintado. Yo desde primaria le había puesto fichas a la Tamy, pero ella ni bolilla, se me hacía la difícil. Después logré superarla, pero cuando bailé aquella vez con ella y la tuve tan cerca de mi cara, me volvió el viejo sentimiento al pecho. Lamentablemente, tuve que dejar el colegio para seguir mi sueño de jugar en Huracán; a la Tamy no la vi por un largo tiempo. A los dieciocho me la crucé una vez yendo para el entrenamiento; casi me muero cuando la vi con un pibe de seis meses en brazos. “Yo también tuve que dejar, ahora me tengo que ocupar de él”. Lo más triste no fue el chiquito, sino que tampoco tenía padre, porque el padre fue cosa de una sola noche a la salida de un baile y no lo volvió a ver, no tuvo forma de contactarse. Mamá siempre dijo que le hubiera gustado tener una nena, al menos una, pero tenía miedo de que le saliera trola como a la vecina, que se iba a atorrantear por ahí todas las noches y hasta a veces llevaba hombres a la casa. Como las paredes son finas, se escucha todo; mamá nos inventaba los mil y un cuentos cuando éramos chiquitos para que no nos enteráramos de lo que pasaba al lado.
-¡Sólo quedan veinte minutos de este segundo tiempo, señores!
Los rosarinos no daban tregua. Se los notaba cansados pero igual no dejaban jugar a nadie. Me tuve que hacer paso unas cuantas veces a los bifes, siempre corriendo el riesgo de que el árbitro cantara algo. Ya me había comido tres offside cuando al fin se me dio. Uno de los defensores se había quedado boludeando con el arquero y no se dio cuenta que la pelota venía hacia mí. Con el otro delantero nos fuimos comiendo a todo el equipo hasta que lo único que se interponía entre el arco y yo era el 1. “No me dejes sola, nene. No hagas como tu hermano. La mano viene jodida, está todo caro y yo no me las puedo arreglar sola” decía la vieja. A mí me daba una pena ella. Cuando dejó de bancarla mi hermano, me tocó a mí pagar los platos rotos. Hubo un tiempo que tuve que salir a cargar bolsas hasta que empecé a ganar unos mangos con el fútbol. Casi no dormía: a la madrugada acompañaba a los comerciantes del barrio al mercado central y a la tarde iba a entrenar. Así todos los días, incluso algunos fines de semana. “No puedo, nene, mirá lo que nos vino de gas y todavía no estamos en invierno”. Entre mis compañeros siempre hubo un poco de pica. Reconozco, es verdad, que soy uno de los mejores jugadores. Pero mi desesperación por el ascenso no es la fama ni el lucro, todo es para ayudar a la vieja así no tiene que laburar y se jubila de una vez por todas. Esa parte de uno es la que no cuentan. Míralo a Tévez, el flaco salió de la villa, hizo lo imposible. Gracias a él yo tuve esperanzas de una vida mejor, de escapar del destino que les había tocado a mi hermano y a mis vecinos. Ese partido representaba para mí la diferencia entre ser un winner y un cualquiera, una vida tranquila y la vida puerca.
El otro delantero me levantó la pelota, que pasó por encima del arquero. Yo en el área atiné a tocarla con frente, pero sentí que algo más duro que una pelota de fútbol me daba en la nuca. Poco a poco fui perdiendo la visión y el equilibrio, los gritos de la hinchada se hicieron confusos pero llegué a escuchar el silbato del árbitro unos disparos de la policía. A la semana me desperté en el hospital. Al lado mío estaba mamá llorando, contenta porque había despertado. “No te aflijas, bebé. Agradecé que estás bien. Alguien de la tribuna te tiró un botellazo. No te aflijas, bebé. Lo importante es que estás sano. El partido fue suspendido, lo jugaron de nuevo hace dos días”. Pero no era eso lo que quería escuchar. La vieja se dio cuenta, hasta que por fin cobró coraje y me dijo:
-Pero la pelota no entró.