Una tradición es esa pequeña molestia con la que cargamos desde el momento
en que nacemos y que se nos vuelve presente a la hora de escribir. Una vez que
la tenemos en frente debemos decidir qué hacer con ella. Podemos buscar nuestro
espacio dentro de dicha tradición, hacer nuestro huequito donde nos sintamos
más cómodos, donde nuestros gustos y afinidades puedan aprovecharse al máximo;
bien podríamos también tratar vanamente de olvidarnos de todo lo que hemos
visto hasta ahora para no caer en la redundancia y buscar allí donde nadie ha
hurgado antes, en el terreno de lo inmediatamente presente y lo futuro, aquello
que aún no ha sido escrito, y que está siempre asechado por el fracaso. Lo
último que podemos hacer es jugar con ella: torcerla, darla vuelta, sacudirla,
armar un collage, experimentar con lo que ya existe para recrearlo. El resto de
las operaciones posibles son sólo matices entre uno y otro vértice de este
triángulo.
A los escritores que forman parte del primer grupo podríamos llamarlos
discípulos o sucesores. Son aquellos que se insertan o se suscriben a una
tradición; toman ciertos escritores o temas como guías o fuentes de inspiración
y se acomodan en su literatura sin modificarla o modificándola apenas. La
presión que ejercen sobre la tradición es mínima y el aporte que realizan suele
ser pobre o escaso.
El segundo grupo estaría integrado por los fundadores, aquellos que crean
una nueva tradición. Más que crearla, en realidad, la consolidan. La tradición
que ellos crean es aquella que se desprende de otras pero cuyas huellas son
difíciles de reconocer en una sola. El fundador trabaja todo el tiempo con
materiales heterogéneos dispersos en la realidad. Es quien se revuelca en el
barro (por no decir en la mierda) en la que nadie se mete por miedo a caer en
el mal gusto o en la novedad. Este tipo de operación implica un enorme
esfuerzo, no sólo en cuanto a las condiciones de producción de las obras, sino
también en cuanto a las condiciones y experiencias de vida de los autores y a
lo que ellos entienden por literatura en contra de lo que manifiesta el sentido
común.
El punto intermedio entre los sucesores y los fundadores son los
inventores. A diferencia de los segundos, éstos realizan el mínimo de esfuerzo
para obtener el máximo de efectos. Como los primeros, se insertan en una
tradición, pero ya no operan sobre una obra o sobre ciertos temas, sino que su
materia prima son los mismos escritores. El material que utilizan ya no es
discursivo, sino humano. Los alumnos superan a los maestros en tanto que dejan
de verlos como una luz de la que emana conocimiento y comienzan a operar sobre
ellos como si formaran parte de sus propias obras, o mejor, como si las obras
fueran ellos mismos. El inventor hará de cuenta que su gesto es natural, como si
fuera algo obvio; actuará con falsa modestia, como si no hubiera operado sobre
la realidad, como si eso que acaba de postular siempre hubiera estado allí, e
insistirá a que los demás lo imiten. Para todo ello se valdrá de la
argumentación y tratará de legitimar su mirada por sobre los hechos. El
inventor desjerarquiza, revaloriza, desprestigia o enaltece ciertos escritores
para así poder respaldar su propia obra y proponerla como producto final de un
largo proceso aparentemente invisible hasta ese momento.
El resto, como dije, son matices. Podríamos agregar, se me ocurre, al
innovador, aquél que, sin fundar una nueva tradición, va más allá de la que ya
existe y la rejuvenece, logra captar nuevamente la atención sobre ella.
Escapar de lo que nos precede es una tarea inútil, pero no por eso deja de
presentársenos como un problema que se puede encarar de diferentes maneras. El
camino que decidamos tomar puede ser más o menos tortuoso dependiendo de las
decisiones que tomemos. Qué hacer con la tradición es lo que hay que preguntarse
a la hora de sentarnos a escribir.