Desde chico que
tengo afición por armar rompecabezas. El más sencillo que armé tendría unas
diez o veinte piezas, mientras que el más grande, que todavía conservo, tiene
unas quinientas y es la imagen de una calesita con un caballo blanco en primer
plano. Los primeros rompecabezas que armé eran de dibujos animados. Los que no
eran de Dragon Ball o de Disney siempre tenían imitaciones de los siete
enanitos volviendo a su casa luego de trabajar en las minas o de pinocho siendo
engañado por los zorros para que no fuera a la escuela. Uno en particular no
entraba en ninguna de estas categorías. Era el rompecabezas de un río en el
cual navegaban animales antropomorfos mientras pescaban y bailaban alegremente.
Lo que mejor recuerdo, sin embargo, de esa imagen es un detalle menor: una
especie de arbusto ubicado en el margen inferior izquierdo del rompecabezas del
cual se asomaban tres tallos que terminaban en algo así como una salchicha
perfectamente ovalada y marrón que dejaban asomar apenas la punta final del
tallo verde. “¿Qué es eso, pá?” “Una totora” “¿Y qué son las totoras?” “Plantas
que crecen en el río” “¿Y la salchicha se come?” “¿Qué salchicha?” “La que
tienen en la punta” “No, eso no se come”.
Fue el único
rompecabezas cuya historia desconocía y que, sin embargo, me cautivó a lo largo
de toda mi niñez. La sonoridad de la palabra “totora”, que recién durante el
ingreso a mi carrera universitaria descubriría corresponde a un fenómeno
denominado cacofonía, me causaba gracia e intriga. El goce que me provocaba
pronunciar u oír pronunciar la palabra “totora” sólo se podía comparar con la
alegría de escuchar la voz de Whitney Houston cantando “I Will Always Love
You”. Era el ornitorrinco del reino vegetal, una especie de híbrido entre
planta y carne cuyo nombre que le tocó en suerte dentro del designio del
sistema de la lengua encerraba algo mágico e indescifrable que causaba tal
curiosidad en mí; desde la forma hasta la enunciación de la palabra, fonema por
fonema.
Durante un viaje en
lancha, papá apuntó su dedo hacia un grupo de juncos entre los cuales se
colaba, al igual que en el rompecabezas, un grupo de totoras. Le pedí a los
gritos que por favor paráramos para agarrar una, pero me dijo que era peligroso
porque la lancha podía quedarse atrapada en la tierra y el motor se podía
romper. Le pedí entonces que paráramos un rato para que pudiera guardar en mi
memoria la imagen de las totoras reales, y ahí aceptó. Pensaba que si las
totoras tenían un nombre tan llamativo era porque debían hacer un ruido
especial. Me quedé en silencio para escuchar el ruido que hacían las totoras.
Escuché las olas chocando contra los terraplenes y la lancha, escuché el canto
de los pájaros del Delta, escuché las hojas de los sauces movidas por el
viento, escuché, incluso, algún que otro pez que se atrevía a saltar por encima
del agua para luego volver a adentrarse en ella; pero no pude escuchar ningún
sonido de totora. Cerré los ojos bien fuerte para ver si concentrándome en mi
interior podía discernir algún sonido que nunca antes había percibido, pero aún
así el único sonido que se había sumado al del paisaje fue el de mi
respiración. Abrí los ojos y lo miré a mi papá. “¿Ya está hijo?” “Pá, ¿qué
ruido hacen las totoras?” “¿Qué ruido? Creo que las totoras no hacen ruido”.
Pero papá se equivocaba. Esas totoras, así como estaban dispuestas, una al lado
de la otra, para que no las escucharan, para no escucharse entre ellas, para no
decepcionarse de un sonido que quizás no le gustara al resto, o peor, que
quizás no les gustara a ellas mismas, hacían silencio.