jueves, 13 de junio de 2013

El silencio de las totoras.

Desde chico que tengo afición por armar rompecabezas. El más sencillo que armé tendría unas diez o veinte piezas, mientras que el más grande, que todavía conservo, tiene unas quinientas y es la imagen de una calesita con un caballo blanco en primer plano. Los primeros rompecabezas que armé eran de dibujos animados. Los que no eran de Dragon Ball o de Disney siempre tenían imitaciones de los siete enanitos volviendo a su casa luego de trabajar en las minas o de pinocho siendo engañado por los zorros para que no fuera a la escuela. Uno en particular no entraba en ninguna de estas categorías. Era el rompecabezas de un río en el cual navegaban animales antropomorfos mientras pescaban y bailaban alegremente. Lo que mejor recuerdo, sin embargo, de esa imagen es un detalle menor: una especie de arbusto ubicado en el margen inferior izquierdo del rompecabezas del cual se asomaban tres tallos que terminaban en algo así como una salchicha perfectamente ovalada y marrón que dejaban asomar apenas la punta final del tallo verde. “¿Qué es eso, pá?” “Una totora” “¿Y qué son las totoras?” “Plantas que crecen en el río” “¿Y la salchicha se come?” “¿Qué salchicha?” “La que tienen en la punta” “No, eso no se come”.
Fue el único rompecabezas cuya historia desconocía y que, sin embargo, me cautivó a lo largo de toda mi niñez. La sonoridad de la palabra “totora”, que recién durante el ingreso a mi carrera universitaria descubriría corresponde a un fenómeno denominado cacofonía, me causaba gracia e intriga. El goce que me provocaba pronunciar u oír pronunciar la palabra “totora” sólo se podía comparar con la alegría de escuchar la voz de Whitney Houston cantando “I Will Always Love You”. Era el ornitorrinco del reino vegetal, una especie de híbrido entre planta y carne cuyo nombre que le tocó en suerte dentro del designio del sistema de la lengua encerraba algo mágico e indescifrable que causaba tal curiosidad en mí; desde la forma hasta la enunciación de la palabra, fonema por fonema.

Durante un viaje en lancha, papá apuntó su dedo hacia un grupo de juncos entre los cuales se colaba, al igual que en el rompecabezas, un grupo de totoras. Le pedí a los gritos que por favor paráramos para agarrar una, pero me dijo que era peligroso porque la lancha podía quedarse atrapada en la tierra y el motor se podía romper. Le pedí entonces que paráramos un rato para que pudiera guardar en mi memoria la imagen de las totoras reales, y ahí aceptó. Pensaba que si las totoras tenían un nombre tan llamativo era porque debían hacer un ruido especial. Me quedé en silencio para escuchar el ruido que hacían las totoras. Escuché las olas chocando contra los terraplenes y la lancha, escuché el canto de los pájaros del Delta, escuché las hojas de los sauces movidas por el viento, escuché, incluso, algún que otro pez que se atrevía a saltar por encima del agua para luego volver a adentrarse en ella; pero no pude escuchar ningún sonido de totora. Cerré los ojos bien fuerte para ver si concentrándome en mi interior podía discernir algún sonido que nunca antes había percibido, pero aún así el único sonido que se había sumado al del paisaje fue el de mi respiración. Abrí los ojos y lo miré a mi papá. “¿Ya está hijo?” “Pá, ¿qué ruido hacen las totoras?” “¿Qué ruido? Creo que las totoras no hacen ruido”. Pero papá se equivocaba. Esas totoras, así como estaban dispuestas, una al lado de la otra, para que no las escucharan, para no escucharse entre ellas, para no decepcionarse de un sonido que quizás no le gustara al resto, o peor, que quizás no les gustara a ellas mismas, hacían silencio.