jueves, 9 de febrero de 2012

El estudio de papá.

-Y es así, Che; mala leche. El verano es jodido, ¿vistes?, y en las casas viejas el sistema eléctrico es muy inseguro. No tenía disyuntor tu casa, ¿no?
Los bomberos dijeron que el desperfecto había sido en la cocina. Lo más seguro es que haya sido la heladera, porque mamá se negaba a que le comprara un microondas y la tostadora siempre la dejaba desenchufada porque estaba al lado del lavatorio. Imaginaba cómo el fuego se comía las cajas listas para la mudanza junto con todo lo que tenían adentro: electrodomésticos, álbumes de fotos, manteles y cubiertos. De la cocina se habría extendido por el pasillo que la conecta con el baño y el living. Para colmo la cocina ubicada en el piso de abajo y todos los pisos y los muebles de madera… Con semejante caserón precisaron tres dotaciones de bomberos para poder apagar el incendio. De la casa poco y nada pudimos rescatar; ni siquiera nada del estudio de papá, tan impenetrable que parecía.
-Suerte que tu vieja había salido, una desgracia con suerte. Si hubiera estado adentro, andá a saber lo que le pasaba.
Había ido a devolverle un par de cosas a Doña Elena que le había prestado, y como era de costumbre se quedó tomando mate. “Porque tiene aire acondicionado, no sabés lo lindo que se está ahí.” decía siempre mamá. Cuando llegué y vi la escena, mamá estaba sentada perpleja mientras miraba las llamas con la boca media abierta y Doña Elena la abanicaba con un pedazo de cartón. Tardó un par de horas antes de que la policía pudiera tomarle la declaración; parecía que los años se le venían encima. Nunca la había visto tan vieja y desgastada, ni cuando pasó lo de papá.
-Elvira, ¿ahora estaba viviendo con vos o con Felipe?
No sé por qué extraña razón Felipe me suplicó que mamá se fuera a vivir con él. Creí que esto iba a traernos complicaciones, que tendríamos que turnarnos o alquilarle una habitación en un hotel, pero Feli me pidió y hasta me rogó para que le permitiera encargarse de mamá. Asentí, sabía que Feli iba a poder manejarla mejor que yo, siempre se entendieron mejor entre ellos, y sobre todo sabían manejarlo a papá. Lo veíamos muy poco a pesar de que trabajaba en casa. Bajaba únicamente para comer e ir al baño y salía para hacer trámites y comprar el diario en el kiosquito de Don Marino. Los domingos se la pasaba en el bar de Constitución y Alvear, donde ahora hay una zapatería deportiva.
-Encima tu viejo que murió hace poco. Pobre Elvira, tiene un aguante…
Y sí, no era fácil tolerar a papá. Tenía cada manía, sobre todo con su estudio. Papá era abogado, atendía en casa. El estudio se ubicaba en la planta alta, pegado a la pieza de Feli y mía, por un lado, y la de mis papá y mamá por el otro. Es extraño, los primeros recuerdos que tengo de papá no son de haberlo visto, sino de haberlo escuchado. Las camas nuestras estaban pegadas a la pared, y con Feli, mucho más chico que yo, nos pasábamos horas con la oreja apoyada descifrando con quién hablaba por las noches. Al principio era molesto sentir aquél susurro a la hora de dormir, pero con el tiempo la molestia se transformó en curiosidad. No podía estar hablando con mamá, porque ella siempre nos arropaba y se dirigía a su cuarto a tejer o a ver alguna película de Alicia Bruzzo. Tampoco me atrevía a preguntarle a papá con quién hablaba, lo cual habría sido lo más lógico y directo, porque el viejo inspiraba respeto, y a esa edad incluso miedo. Cuando le sacaba a mamá el tema siempre lo esquivaba: “está hablando con él mismo” o “piensa en voz alta, hijo”. Pero eran casi aterradoras las horas que se pasaba balbuceando “consigo mismo”. De chicos teníamos rotundamente prohibida la entrada al estudio, además de que siempre estaba cerrado con llave. “Papá está trabajando y no le gusta que lo molesten, ¿por qué no se van a jugar al patio?”, decía mamá cada vez que nos descubría espiando por el ojo de la cerradura. Por las noches me carcomía la cabeza pensando quién era su interlocutor, y hasta en mis sueños llegaba a imaginar una biblioteca enorme (demasiado grande para ocupar el espacio que realmente ocupaba la habitación) y a mi padre dando conferencias como un premio Nobel a periodistas, profesores, científicos y empresarios.
-Mi viejo nunca le pudo devolver el favor que le hizo cuando la empresa no le quiso dar la indemnización por la pérdida de la mano, una lástima.
A Alberto lo conocí por esas vueltas de la vida. Él tendría ocho años y yo diez cuando a su padre le cayó una viga mientras trabajaba en una obra en construcción. No conozco bien la historia, supuestamente volvían de almorzar y el que manejaba la grúa se había pasado de copas, dejó caer unas vigas que estaba levantando y una le aplastó la mano. El caso es que no tenía obra social y la empresa quiso responsabilizar al operario en lugar de cubrirle el servicio médico. Cayó un día en casa, con una mano amputada y vendada y con Alberto en la otra. Eran de familia humilde y dependían completamente del padre para conseguir algún ingreso, por lo que supongo llevó aquél día a Alberto para dar más lástima. Papá aceptó, no sin antes dejar bien en claro su tarifa, ya que nunca aceptaba un trabajo que no le dejara buenas ganancias o que supiera que no podía ganar. Alberto frecuentó un par de veces más la casa con su padre y supe llevarme muy bien con él; en parte porque no era como el grueso de los chicos con los que me juntaba, y en mayor parte porque fue la causa de mi primer contacto con el estudio de papá. Como era habitual, papá hacía pasar a Alberto y a su padre al estudio para hablar de los asuntos legales, pero cuando veía lo inquieto y entrometido que era Alberto me llamaba inmediatamente para que lo fuera a buscar y me lo llevara al patio. La primera vez que escuché que papá me llamaba desde su estudio estaba jugando en mi pieza. Creí haber oído mal, pero al instante volvió a gritarme con más fuerza. Salté de mi cama, medio entre asustado y agitado, el corazón me latía más rápido a cada momento que me acercaba a la puerta. Cuando la tuve por fin en frente me pareció más alta y ancha que de costumbre. No sabía el grosor que tenía, así que golpeé fuerte tres veces como si de una puerta blindada se tratase. “Adelante.”, me dijo papá, “Hijo, ¿serías tan amable de ir a jugar con Albertito abajo?”. El diminutivo del nombre “Alberto” me indicó el desprecio, o al menos el desagrado que papá tenía por el chico, pero eso no fue lo que me importó en ese momento. En los nueve segundos que pasé en el estudio pude distinguir la ventana que daba al patio con sus cortinas verdes entreabiertas, el escritorio de madera grande e imponente casi en el medio del cuarto, a papá sentado de un lado, a Alberto y a su padre del otro, una arañar apagada colgando del techo y una serie de repisas llenas de tomos y volúmenes verdes, azules y bordó y ficheros rectangulares y grises adheridos por toda la pared, a excepción de lo que luego supe era una biblioteca con puertas de vidrio ubicada en el centro de la pared contigua a mi cuarto. Obedecí y me fui a jugar con “Albertito”, sabiendo que el gran secreto que ocultaba mi padre tenía de alguna manera que ver con ése mueble que opacaba al resto.
-¿Te acordás de la vez que tu viejo nos encontró en el estudio? En ese momento pensé que nos mataba.
En efecto. La última vez que Alberto iba a pisar la casa con su padre (antes de haber ganado el juicio, claro está) logramos escabullirnos al estudio. Es el día de hoy que le atribuyo dicho logro a cosa del destino o de la suerte, ya que mi plan no tenía nada de brillante y sus buenos resultados se debieron a un descuido de mi padre. Papá, creyendo que nosotros estábamos en el patio como de costumbre, acompañó a su cliente a buscar a su hijo sin sospechar que ambos nos encontrábamos en realidad en mi habitación. Cuando perdí por completo el sonido de sus pasos que bajaban la escalera, nos dirigimos al estudio y descubrí, no sin sorpresa, que había olvidado cerrar la puerta con llave. Entramos haciendo el menor ruido posible, ya que para mí ese lugar era como una dimensión nueva y desconocida dentro de mi propia casa. Pero cuando puse un pie sobre la alfombra verde que cubría todo el piso, me dejé llevar automáticamente hacia la biblioteca. Observé, sin atreverme a abrirla, que los libros de su interior eran diferentes a los de los estantes. No eran libros grandes, pesados, de tapa dura y de colores opacos como los que mostraban los estantes, sino que eran de tamaños variados, pequeños sobre todo, coloridos, altos y flacos. Tardé un rato en enfocar la vista y darme cuenta de que había algo escrito con letras cursivas, doradas y centradas (cosa que algunas palabras quedaban de un lado u otro de las puertas) en los vidrios que hacían de puertas. Lamentablemente, ese día no llegué a descifrar el contenido de esas palabras porque, en cuanto me disponía a leerlas, mi padre me agarró con tal violencia del brazo izquierdo que no me enteré en qué momento me metió dentro de mi habitación.
-Mi viejo no sabía con qué cara mirarlo cuando me arrastró por las escaleras. Él, que tanto había hecho por nosotros… pero bueno, éramos pibes y aparte no nos mandamos ningún moco. ¿A vos te cagó a pedos después?
El medio que papá utilizaba para castigarnos era el de ignorarnos. Pasaron meses antes de que volviera a dirigirme la palabra y años para que pudiera volver a entrar al estudio. Mi regreso sucedió recién a los diecisiete, necesitaba que papá me firmara la boleta de calificaciones, fue sólo un momento y no me atreví a mirar hacia atrás para confirmar que la gran biblioteca con letras doradas seguía allí. Para ese entonces la habitación contigua ya no me pertenecía, ésa pasó a ser la pieza de Feli cuando cumplí los doce y yo pasé a ubicarme en el cuarto de huéspedes que teníamos abajo. Las charlas con Feli siempre involucraban en algún momento las conversaciones nocturnas de papá, por eso creo que Feli, al haber estado más tiempo expuesto a su “cuchicheo nocturno” como solíamos llamarlo de chicos, terminó por comprenderlo tanto como mamá. Luego siguieron visitas fugases a los veinte, a los veintitrés, a los veinticinco, hasta que me mudé de casa y no volví a pisar el estudio hasta la muerte de papá.
-Tu vieja ya se estaba por mudar, y no faltaba nada para vender la casa, eso es tener yeta, Che.
A papá lo velamos en el living. Asistieron muchos colegas y clientes, entre ellos Alberto y su padre que llevaba una prótesis estropeada de lo vieja en el lugar del muñón. En un momento del velorio, porque la gente era mucha y no teníamos ventilador en el living, decidí subir un rato y fumar en la ventana de la pieza de Feli. Cuando me acerqué, noté que la puerta del estudio se encontraba entreabierta, lo cual me llamó la atención. Entré para ver quién podía estar adentro, pero no encontré a nadie. Por un instante me sentí empequeñecido, el mismo sentimiento que siempre me generó el ingresar a ese cuarto, hasta que vi la biblioteca que tanto me fascinó y me obsesionó durante mi infancia. Al fin, frente a ella, puede leer con claridad lo que decían esas letras doradas: “He escrito muchas cosas en mi vida, pero de las que aquí hay, ninguna. Sin embargo, he leído todas y cada una de las palabras que ésta biblioteca contiene, por lo que considero que han pasado a ser parte de mí y yo de ellas.”. Al principio las palabras me confundieron, sabía que papá había sido un gran lector en su tiempo libre, pero sólo en lo que respecta a derechos, leyes y noticias del diario. Con ambas manos, y luego de la advertencia dorada, me animé a profanar el templo de mi padre. Fue por un corto período de tiempo, pero sentí que alguien o algo me respiraba en la cara. No me aventuré a quitar ningún libro de su sitio, como si alguna extraña maldición hubiese caído sobre mí si lo hacía. Esa biblioteca se sentía como un cuerpo, un cuerpo humano entero, abierto de par en par, y cada libro era un órgano que cumplía una función, y cuya extracción podría ocasionar una disfunción en aquél sistema en armonía, y yo era el cirujano inexperto que no se atrevía a incidir. Cerré las puertas y bajé hasta la sala. Encontré a mamá junto al cajón de papá todavía abierto. La abracé, la besé en la cabeza y le dije: “Papá me dejó la puerta del estudio abierta”.
-¡Qué cagada!, ni siquiera el estudio de tu viejo pudo zafar. Te pudiste haber hecho una buena plata con todos esos libros que tenía, ¿eh?
-Alberto, cerrá el culo.
Llamé al mozo para que me haga la cuenta y me fui a lo de Feli para llevarme a mamá a casa unos días.